jueves, 26 de enero de 2017

Historia y protagonismo: “la angustia que causa enchilarse”

Nunca la historia “pica” más que cuando toca ser su protagonista y el afán por explicarla, en la contemporaneidad propia de su cotidianidad, esto es, aquella cuya ocurrencia hace parte del pasado que se produce en cada segundo transcurrido (porque como solía afirmar con reiteración R.G. Collingwood, la historia siempre está en el pasado), se asemeja a la desesperación que produce la búsqueda de un remedio inmediato tras el predicamento de “enchilarse”.

Por “enchilarse” se entiende en nuestro muy admirado y querido Méjico (México para los que insisten en la denominación indígena, afirmada más tarde por la hispanidad), así como en ciertas regiones de nuestra también muy querida Guatemala (posiblemente en buena parte de América Central) el efecto que produce sobre la piel y mucosas (particularmente en las de la cara, porque dudo que otras más profundas llegasen a verse afectadas, a menos que se trate de sujetos con “vicios inconfesables”) al tener contacto, accidental o intencionado, con la savia proveniente del chile, para los mejicanos sea “guajillo” o “jalapeño”, por ejemplo, y para nosotros, en Venezuela, sea “chirel” o “ají picante”. Se busca, “con desesperación”, primero remover el escozor con las manos; craso error: se riega por cada parte de la cara o el cuerpo que se toque. Luego se ocurre a la ablución con abundante agua fría; finalmente, si la persona afectada no logra alivio por esta acuosa vía, ocurre a cuanto remedio le indiquen, desde la azúcar hasta los bálsamos, desde pomadas hasta ungüentos. Y mientras el “enchilarse” y sus “escozores” no cejan, la desesperación va en aumento, ignorando el proceso natural desaparición y que los efectos “urticantes” de ciertos ácidos pícricos son inevitables, si no se toman las previsiones “mil millones de veces” indicadas por quienes conocen de esta maliciosa consecuencia en la cocina y consumo de tan sabroso fruto natural.

Nunca la historia “pica” más que cuando toca ser su protagonista… Es fácil “mirar en TV” los bombardeos de Núremberg o las filas de condenados en Sobibor; las galerías de Treblinka o el portal de Auschwitz; acaso la batalla de las Ardenas o la marcha hacia la muerte de los indígenas norteamericanos en Wounded Knee, durante la conquista decimonónica del oeste norteamericano. Escuchar, viendo programas grabados, acerca de las ocurrencias de la batalla de Gettysburg, la más grande de la Guerra Civil Estadounidense o relatos históricos relativos a la matanza de Cartagena, tras la invasión de Don Pablo Morillo al mando de la expedición española, durante la gesta emancipadora de la República de Colombia. Leer emocionados pasajes sobre las batallas del Bajío mejicano durante la Revolución o de la huida del cerco de Santiago por parte del General Bernardo O’higgins, durante la guerra por la independencia de la República de Chile (el país que no el fruto). Y, finalmente, contemplar a un agonizante Libertador Simón Bolívar, allá en el  San Pedro Alejandrino de 1830, personificado por algún actor y en el marco de una dramatización acerca de su muerte. En suma: es fácil “mirar la Historia o escuchar a quienes la cuentan”, lo difícil es protagonizarla porque hacerlo, produce un efecto angustiante parecido a “enchilarse”.

La gente común desesperada por una “explicación convincente” a sus apremios, pero, peor aún, deseosa de escuchar el “relato” sobre una posible solución, ocurre a cuanto “cuentero” exista para hallar bálsamo a su sufrimiento. Los medianamente cultos esculcan, con fruición, profusa muestra de cuanto medio de comunicación exista, desde las redes sociales hasta los más prestigiosos miembros de la Media Internacional, presurosamente deseosos de encontrar “remedio al enchilamiento” que les produce la cotidianidad.

Y los que tenemos el intelecto académico por arte, dedicación, obsesión y oficio (los científicos políticos y los científicos sociales) hacemos verdaderos desarrollos intelectuales, que vertemos en ríos de “extinta tinta”, hoy tipos virtuales de computadoras, para tratar de detener de algún modo “los escozores propios” de este “enchilarse” con una historia inmediata, diríamos más bien “inmediatísima”, que nos urge con la misma sorpresiva y pícrica presencia de una “accidental” savia impropiamente tocada y peor manipulada.

Sin demérito de nuestros esfuerzos, de las búsquedas obsesivas de “medio cultos” y ciudadanía común, todos parecemos haber olvidado un detalle: la marcha inexorable de los fenómenos macroscópicos, si “ciertas condiciones aplican”, más allá de los arrestos positivistas que nos arrequinten sin piedad a los que sostenemos este punto de vista. Sin irnos a los confines de la Historia más pretérita para ocurrir a ejemplos palmarios, para Salustio y Cicerón, respecto de la suerte de Roma, lo que pierde a la República es la acumulación de vicios en los patricios. Mucho más atrás, para los persas, su desgracia comienza tras los arrestos tiránicos de Darío y Ciro.

Los Ptolomeo, a pesar de los esfuerzos “púbicos y públicos” de Cleopatra, quien ejerciese eficientemente sus encantos simultáneos en César y Antonio, terminaron desapareciendo del mapa, junto a la más brillante civilización del Nilo (a la par de los gigantes Nubios, quienes, dicho sea de paso, también se marcharon del tiempo). Desaparecieron materialmente la Alta y la Baja Edad Media; se fue el Renacimiento, solo quedan las obras de sus grandes artistas; se acabó la Venecia de los mercaderes y de su orgulloso Dux. Se fueron los ambiciosos florentinos; ya no existen los Borgia. Giucciardini, Botero y Maquiavello, nos dejaron sus enseñanzas, pero ya no están y tras ellos también partió el Humanismo Cívico junto a las Repúblicas Italianas del “quatroccento”. Ya no existen ni Hititas, ni Nabateos. Tampoco los escoceses republicanos; ni Medham, ni Ferguson. Tampoco están Madison, Jay y Hamilton líderes de la República de la Sociedad Comercial norteamericana.

Se fueron las monarquías absolutas, llevadas por el huracán de la Primera Guerra mundial. Verdum es recuerdo. También lo son Gamelin, Petain y Vichy. Ya no existe De Gaulle y ya se han marchado tres repúblicas francesas. Adolfo Hitler está en el infierno de los líderes carismáticos, atormentado por los lamentos eternos de seis millones de almas. Churchill, Rommel, Montgomery, Alexander y Auchinlek, son fotografías y textos que compiten con el último disco de Lady Gaga y Tonny Bennett en un internet de caminos inconmensurables. Y en nuestros predios, son Don Porfirio, Gómez y Somoza, nombres inexistentes en el repertorio culturalmente magro de los jóvenes de hoy. La democracia contemporánea que naciese con los estadounidenses y su rutilante triunfo en la Segunda Guerra Mundial, acusa requiebros de postrimerías, ante el olvido de un hecho transcendente por su catedralicia obviedad: la gente se cansa cuando es sujeta de engaño permanente y sistemático.

El triunfo de Chávez; la aparición de Maduro; la caída de Dylma; la incompetencia de Temer; la atorrante actitud de Macri; los atisbos de corrupción en los Kirschner; la tozudez de Bachelet, frente al problema de la gratuidad de la educación; la intemperancia de Correa; el nepotismo de Ortega; la desesperación “por quedarse” de Evo; y la presencia cuasi impertérrita de la gerontocracia castrista cubana, entre otras muchas situaciones, son fenómenos equivalentes (sí, equivalentes) al triunfo de Trump; a la aparición de ISIS; a la entronización de Erdogan; a la reaparición de fascismo en Europa, tras el deterioro cada vez más acentuado del Estado de Bienestar: son consecuencias naturales del devenir de la humanidad. Consecuencias propias de quienes, inobservantes de las cuitas, exclamaciones, llamados y hasta gritos de pueblos enteros, se niegan a darse cuenta de los peligros de “enchilarse” cuando se hace un manejo inadecuado de “ajíes o chiles”. Y nosotros, los que estamos dotados de la “luz de la sabiduría” tentados estamos de contagiarnos con los apremios de una “enchilada intempestiva”.

Y buscamos “la pócima intelectual” que conjure nuestros escozores y con ella, tratamos de conjurar las urticantes pesadillas de quienes nos leen, sin percatarnos que la flecha del tiempo es inexorable y que los riesgos de “enchilarse” son altísimos, si no se hace un manejo adecuado del fruto candente de la historia inmediata y de sus contenidos políticos de ocasión. Bienvenidas las pócimas, las pomadas y los ungüentos, pero jamás podremos evitar con ellas enchilar más a los demás o enchilarse uno mismo: son parte de vivir y protagonizar el ají de la Historia inmediata…






jueves, 19 de enero de 2017

“Revoluciones” y “Procesos Electorales”: encuentros y desencuentros…

La “Revolución”, vocablo proteico que ha signado la historia latinoamericana durante dos siglos. “Revolución Liberal”; “Revolución Federal”; “Revolución Nacionalista”; “Revolución Libertadora”; “Revolución Sandinista”; “Revolución Cubana”; y, últimamente, “Revolución Bolivariana”, son algunos de los grandilocuentes epítetos bautismales de muchos de nuestros procesos políticos en América Hispana. Llenas de mucho ejercicio discursivo de variopinta ideología, que transita desde un liberalismo de cuño propio a re-interpretaciones socialistas de factura local, lo proteico les viene de la multiplicidad de significados que les atribuyen sus líderes y creadores.

La “Revolución”, en sana teoría política, podría asumir dos grandes personalidades, más allá de su carga ideológica; una que le confiere la condición de “nuevo comienzo” desde la perspectiva de la Re-Evolución, esto es, el re-inicio de un camino que, por la “traición” de sus “ideales primigenios” por parte de alguno o algunos de sus iniciales fundadores o protagonistas, se hubiese abandonado. Y la otra, la concepción tradicional: el “revolver” todo para construir un “nuevo comienzo”, radicalmente distinto, lo que supone la destrucción de lo anterior y la construcción de un “mundo nuevo” que implica, además, la creación de un “hombre nuevo”. Las ideologías radicales suelen ser la base doctrinal de su existencia, contimas si ellas implican la lucha frontal contra los protagonistas de la “traición” o del “viejo camino” mediante la construcción de una sólida argumentación filosófica que permita su definición formal como “enemigos a derrotar”. La evidencia empírica parece confirmar, paradójicamente, que, cualquiera que sea, ambas concepciones terminan desembocando en el mismo pozo pletórico de “vicios nacionales”, cuya condena como conductas propias de los gobernantes de turno, acaso las detonara, siendo replicadas finalmente por “personajes revolucionarios” peores que aquellos que un día fuesen “condenados” por sus “comportamientos deleznables e inmorales”.

Pero los constructos revolucionarios de más actualidad, como lo son la Revolución Ciudadana en Ecuador, la Revolución a secas de Bolivia, la Revolución Bolivariana en Venezuela y la Revolución Sandinista en Nicaragua, son de naturaleza más proteica (si se nos permite la construcción) que aquella dominante en sus hermanas de otros tiempos. Tratan desesperadamente de hacer convivir prácticas propias de las Democracias Representativas Occidentales Contemporáneas (producto del triunfo estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, que implica una sociedad de clases, aposentada sobre el Capitalismo como sistema económico, con un régimen democrático como forma de gobierno, lo que supone a su vez la división de poderes, la libre elección de algunos niveles funcionariales y la representación parlamentaria de las mayorías) con los arrestos revolucionarios totalitarios (tanto ideológicos como políticos) propios de los Estados Socialistas surgidos del llamado Socialismo Real. Con un discurso político de lenguaje (también político e indispensable para la existencia del discurso) marxista o de corte marxista, se habla sin embargo de constituciones, leyes y procesos electorales, al mejor estilo de la "democracia burguesa" y en nombre de "la libre manifestación de la voluntad de los pueblos”.

Pero las interrogantes que se nos plantean estriban en la consustancialidad de los procesos electorales (sobre todo la voluntad que empuja a esos procesos) y el concepto mismo de “Revolución”, esto es y de manera más formal ¿Son los procesos electorales consustanciales a las Revoluciones? ¿Es posible hoy día hablar de ellos en contextos auto-definidos como revolucionarios? ¿Dónde se “encuentran” y dónde se “desencuentran”? En Venezuela, por ejemplo y en el período comprendido entre los años 1928 y 1945, “lo revolucionario” encarnaba esencialmente “lo electoral” y habiendo llegado“los revolucionarios” finalmente  al poder (por cierto mediante una acción militar de fuerza contra un gobierno democrático) aquello que mostraron como uno de los pendones principales de sus conquistas, fue la realización de un proceso electoral (1947), consagrado como derecho constitucional, ejercido al través del voto libre, universal, directo y secreto. Pero en este caso resultaba “revolucionario” (en el sentido de romper con el pasado y crear un mundo nuevo) pensar y construir “lo electoral”; el derecho a elegir y ser elegido extendido a toda la población por igual, se veía como algo imposible, en el peor de los casos, o extemporáneo, en el mejor, por parte de quienes detentaban el poder desde hacía casi 50 años. De modo que la “Revolución” reivindicaba ese derecho conculcado (según los “revolucionarios”) por la “oligarquía gobernante”.

Pero cuando un proceso político se bautiza como “Revolución” no implica una “existencia pasajera”; se trata de “permanecer para cambiar” o “para iniciar un camino sin retorno”. Los ordenamientos constitucionales que consagran el derecho a elegir, en el contexto de democracias con gobiernos representativos, alternativos y responsables, suponen la existencia de partidos políticos, de ideología diversa y, por ende, de programas igualmente diversos con la misma diversidad de candidaturas personales, con libre acceso a los cargos públicos y que resulten de la de libre elección popular, en la oportunidad de realizarse los procesos electorales correspondientes. La existencia de tales supuestos teóricos, también implica que un partido político de un signo contrario (tanto en lo ideológico como en lo político) pudiese, presentándose de manera legítima y legal a la justa electoral, derrotar a quienes gobiernan. Lo único común entrambos contendientes (de tratarse de al menos dos) es la existencia de un marco Constitucional compartido y aceptado por todos, como la máxima expresión de un pacto de convivencia nacional.

Pero en una “Revolución”, esto es, un proceso político bautizado con ese nombre, pero aún más, concebido en ese entendimiento, no va a cambiar su rumbo (sea “re-evolución” o sea “revolución”) porque, de hecho y por definición, no puede hacerlo: las Revoluciones llegan para quedarse. Así las cosas, el primer encuentro con el proceso electoral como práctica ciudadana (acaso el único) está en el “proceso electoral” como “proceso mismo”, esto es, en una “Revolución” se vota “por alguien” pero no “por algo”, como en el caso concreto de la actual República de Cuba. Los candidatos son del mismo partido y la misma ideología de la “Revolución”. Existe el ejercicio del derecho en tanto “la elección en sí misma” pero no en su concepción “amplia, universal y secreta”. La amplitud está“restringida al partido y la ideología que sostenga a la Revolución”; la “universalidad” al“universo candidatural y territorial” de los aspirantes (militantes además del único partido) y sus lugares de origen; y la categoría de "secreto” habitando en la intimidad del ejercicio del acto: nadie ve por quién vota el elector.

En la “Revolución”, la “oposición política” siempre será “invalidada” por alguna razón; luego irremediablemente “ilegalizada y perseguida”; y, finalmente, “extinguida” a través de cualquier procedimiento, primero político, luego legal y finalmente material. Y he aquí el principal desencuentro: en el contexto de una “Revolución” quienes pretendan enfrentarla por las vías “constitucionales” siempre estarán en desventaja por cuanto las concepciones son radicalmente distintas y mutuamente excluyentes. El “constitucionalista de corte demoliberal” se concibe como una “opción política” con derecho a elegir y ser elegido; el “Revolucionario” tiene una visión unívoca, ideológicamente totalitaria y teleológica respecto de su “destino manifiesto revolucionario”, más allá de sus intereses materiales y de poder, que, en todo caso, existen como ínsitos vicios nacionales latinoamericanos tanto en unos como en otros.  Y si ambos alguna vez convinieron en un pacto “constitucional”, no pasó de ser una mera figura estratégica de momento porque “puesta en marcha la Revolución, nada ni nadie podrá detenerla”. De allí que si se realizan procesos electorales en los países bajo la égida de una “Revolución” estos serán “limitados”, “constreñidos” y, en última instancia, más temprano que tarde, “amañados” (eufemismo por no decir “abiertamente fraudulentos”).


Los “relanzamientos”; las “repeticiones candidaturales”; “las extensiones emergentes de mandatos” vía “sentencias de cortes o tribunales supremos”; “las obsesiones re-eleccionarias”; “las suspensiones de procesos electorales locales” así como su “postergación indefinida” serán propias de las naciones bajo“égidas revolucionarias”, porque “la marcha de la Revolución”, reiteramos, por definición, no puede detenerse y, en tal sentido, no puede haber cambios de ninguna naturaleza. La Revolución no es una “elección”: es un mandato inexorable y solo la guerra civil puede deponerla. Y este curso bélico de acción, siempre se sabe cuándo comienza pero jamás cuando y a que costo termina. “Vivir políticamente” como adversario de una “Revolución”, dentro de ella, implica dos opciones: resistir, muriendo en el intento, o aceptar y rendirse. La decisión definitiva es precisamente “cuestión de elección”. No hay otra opción...

viernes, 13 de enero de 2017

Mediocridad, resentimiento e ineficiencia: vivir en la intersección.

Ha sido una preocupación permanente de quien escribe este blog, difundir la interdisciplinariedad en la mirada y descripción de recortes de la realidad y, especialmente, al través del uso de la Teoría de Conjuntos y sus axiomas, para abordar (explicando mediante la descripción) fenómenos específicos en Ciencia Política. Aquel que nos ocupa hoy es la existencia, más ampliamente, la vida al interior de la intersección entre la Mediocridad, el Resentimiento y la Ineficiencia, vistos como conjuntos de comportamiento al interior de la política real y la gestión pública.

Comencemos por definir, a los fines estrictamente instrumentales, cada uno de esos conjuntos, aun cuando sabemos que existen respecto de los conceptos tratados, extensos trabajos en filosofía así como también en Teoría Social, incluso, en Teoría Política. Al propio tiempo, son bien conocidos los ensayos de José Ingenieros sobre la mediocridad humana, allá en los albores del Positivismo suramericano decimonónico. Pero insistimos: estas definiciones nuestras son instrumentales y empíricas, y, por ende, rebatibles en la cuantía y dimensión que así se desee. Así, para los que tengan la gentileza en leer estas cuitas: bienvenida sea la crítica.

Hablemos entonces del conjunto Mediocridad. “Mediocritas” un vocablo latino de fuerza extraordinaria a nuestro modo de ver; solían decir los romanos de este vocablo (como calificación) que podía ser aplicable a todo aquello (cosa o persona) que no fuese lo suficientemente “malo” para ser calificado de tal y lo suficientemente “bueno” para merecer tal distinción. Era así de simple: no era (o se era), ni malo, ni bueno, en alguna medida, el vocablo representaba nada (ni nadie) relevante. Circunscribámonos al recorte de realidad “Política Real en Venezuela” (según lo que Max Weber define como Realpolitik) y entendamos por tal el ámbito donde tiene lugar la confrontación por el poder político y su subconjunto esencial: la pugna interpartidaria. Y entendamos allí, por convención, la existencia de un conjunto que contiene a la “Mediocridad” (M), tanto en la militancia política, como en la participación en términos de simpatías o en calidad de ambas al interior de la administración pública nacional, a cualquier nivel jerárquico. La “Mediocridad” contiene como conjunto a los “mediocres” (m), sean militantes o funcionarios públicos en el recorte de la política real en Venezuela, esto es, para todo m en M, m pertenece a M en ese preciso recorte de la realidad.

Desde este ejercicio conceptual y siempre procediendo por vía empírica, podemos argumentar que pudiesen existir, al menos, un par de categorías de “mediocres”, esto es, una categoría que acepta su mediocridad (o bien porque no sabe de su existencia, esto es, no la percibe o no se percibe como tal o tal vez porque sabiéndose mediocre, poco o nada le importa), aceptando pasivamente su existencia sin agredir, intentar ocupar o representar papeles de ninguna clase; y otro que por el contrario, sabiendo que es mediocre, no lo acepta, se revela y actúa contra todo aquel que pudiese hacerle sombra en su carrera política y/o en su accionar como funcionario público. Al primero y reiteramos una vez más por convención instrumental, lo llamaremos “mediocre pasivo” y al segundo “mediocre activo”. El primero, como ya dijésemos, acepta su mediocridad si la conoce y si no, vive con ella en paz; pero el segundo la rumia con amargura, y al saber de su existencia, actúa contra todo y todos los que considere obstáculos, enemigos reales e incluso los que potenciales, el “mediocre activo” supone pudiesen llegar a serlo.

Dice el DRAE Tricentenario que el “Resentimiento” es la acción de “resentirse” y por este vocablo, admite tres significados del cual tomaremos el segundo que textualmente reza: “tener sentimiento, pesar o enojo por algo”. De manera que a partir de esta definición de “Resentimiento”, diremos que el conjunto “Resentimiento” (R) contiene a todos los “resentidos” (r), específicamente en el recorte de la realidad definido para el conjunto M. Ahora bien, el mediocre pasivo pudiese estar resentido por muchas circunstancias, pero definitivamente y en los términos en que lo hemos definido, pudiese ser por cualquier cosa menos por su propia mediocridad. Pero el mediocre activo si hace parte del conjunto R desde la perspectiva de su propia mediocridad, porque tiene un profundo sentimiento de pesar o enojo por ella y actúa contra todo y todos los que estime como obstáculos o enemigos potenciales, precisamente  al tener conciencia de la limitación que le otorga su propia mediocridad. De la argumentación antes expuesta y respecto del axioma de intersección en Teoría de Conjuntos (desde la perspectiva cantoriana) el mediocre activo habita en la intersección entre M y R, esto es, en la intersección de los conjuntos “Mediocridad” y “Resentimiento”.

El “mediocre” (m) es “ineficiente” (i) por definición, entendiendo la "ineficiencia" como la falta de "eficiencia", según el viejo DRAE y la "eficiencia", desde la misma fuente, como la capacidad de disponer de alguien o de algo para conseguir algún efecto; el "mediocre" (m) no está en capacidad de disponer de algo o de alguien para obtener efectos positivos, porque su pre-disposición apunta hacia el cumplimiento de su propia agenda de supervivencia . Aun en posesión de ciertas destrezas, la lucha por esa supervivencia que lo consume, le exige su máxima concentración (de la poca que posee) en las acciones de “autodefensa” que, según su real saber y entender, se ve en la obligación de emprender. Sometido a la tortura del fracaso como profecía cuasi auto cumplida, no desarrolla acaso otras habilidades que lo lanzarían fuera del conjunto M. El mediocre activo tanto militante político como funcionario público, es ineficiente por naturaleza, en razón de que los desvelos naturales del mediocre que lo convierten en ineficiente (i), en el mediocre activo se potencian, al tratarse la política de una lucha por el poder, haciéndolo esclavo de una sensación permanente de extrema vulnerabilidad, .  Los ineficientes agrupados en un conjunto, configuran un subconjunto del conjunto Ineficiencia (I). El mediocre activo habita la intersección de los conjuntos “Mediocridad”, “Resentimiento” e “Ineficiencia”, esto es, el mediocre activo pertenece al conjunto MIR, esto es, el conjunto de todos los elementos comunes a M, I y R.

De manera que el mediocre activo visto desde la intersección antes configurada, pudiese ser re-definido, en el recorte de la realidad escogida por nosotros, como el militante político y/ funcionario público mediocre, resentido e ineficiente que se bate y rebate contra el entorno que lo rodea, para lograr espacios de poder contra sus enemigos reales o potenciales, sean por propio auto-engaño, sea por las condiciones de la lucha, sea por la indispensable supervivencia en el medio público dónde se desarrolla. Así las cosas y conforme esta definición, el mediocre activo será más agresivo, más vengativo, más tramoyista de escenarios retorcidos y más prestidigitador del discurso hacia la manipulación y la intriga, mientras más alta sea su posición en los partidos o en la administración pública. Por supuesto que esta definición no implica que todo agresivo, tramoyero, vengativo y manipulador es necesariamente un mediocre activo: la implicación no vale en este sentido. Pero en el sentido contrario definitivamente sí: todo mediocre activo calza esas características.

El mediocre activo que habita en la intersección MIR es particularmente tenaz. Si hace parte de una comparsa que rodea a un líder carismático, es el más leal, el más solicito, el más dedicado en loar al jefe en cuanta ocasión se presente; encarna al más activo en la promoción del culto a la personalidad y en la manipulación de la información que, discretamente, maneja a su favor, haciendo ver al líder que él tiene “los ojos y los oídos” en todas partes, si se trata de la posible vulneración de la estabilidad política del jefe. Así logra tal grado de proximidad al líder, que este lo señala como su más leal colaborador y termina adornándolo con los mayores reconocimientos, acaso ungiéndolo, al final, con la categoría de legítimo sucesor.

Pero si el líder desapareciese y el mediocre activo que habita en la intersección MIR, lograse al fin una posición preeminente, se convertiría en un déspota, agobiado por el nepotismo, porque solo entre (y con) sus familiares se sentiría seguro. Al intentar personalizar al líder carismático, tomaría cursos de acción tremendistas, cayendo en la pesadilla del fracaso como profecía auto-cumplida, una y otra vez, atribuyendo a “agentes externos” y a sus “sempiternos enemigos” la ristra interminable de fracasos en los que se convertiría su gestión. No se trata de un afán personalista, del que deviene por naturaleza el voluntarismo político: se trata de un mediocre activo suplantando un papel en una pieza política casi teatral, cuyas exigencias de libreto está imposibilitado naturalmente de cumplir. 

Y a quienes les toque vivir bajo la égida de un mediocre activo, que dicho sea de paso y por aquello de la preservación de su seguridad y espacio vital, no hace otra cosa sino que rodearse de mediocres pasivos y uno que otro activo que se encarga de mantener a raya por aquello de las “ambiciones ocultas”, sufrirá las consecuencias de las pesadillas de aquel, de sus errores, de su mayúsculos gazapos y trapisondas, junto a las letanías permanentes escritas y propaladas en un discurso  político justificador, espantador de esperanzas, acaso con la misma intencionalidad mágica que pretenden tener aquellos adornos bautizados como “atrapa sueños”. Lo sabemos suficientemente porque aquí, en la Venezuela de hoy, lo vivimos cotidianamente…   




miércoles, 11 de enero de 2017

Militancia política, pugna interpartidaria y gestión pública: la inobservancia de las diferencias.

Maurice Duverger en su texto titulado “Los partidos políticos”, identifica expresamente al “militante” como aquel miembro del partido que acude a todas las reuniones, participa de todas las actividades de masas (si se tratase de un partido de este tipo), colabora en todas las tareas proselitistas o ideológicas, así como en todas aquellas destinadas al fortalecimiento organizativo, haciendo énfasis en su “dedicación denodada”, “lealtad” y “espíritu de sacrificio”; es, en suma, quien se “entrega en cuerpo y alma” a la vida partidista. Esta condición acaso es vista en nuestros predios con cierta laxitud, pero es inequívocamente cierto que este tipo de “militante partidista” hace vida en nuestras organizaciones políticas suramericanas.

Rómulo Betancourt Bello, sin sucumbir a la exegesis, es uno de los políticos más completos con los que haya contado la América del Sur, en la primera (y buena parte de la segunda) mitad del siglo XX. Para Betancourt era “distintiva” la actividad política en el quehacer ciudadano y dentro de ella, especialmente aquella que él definía como “la pugna interpartidaria”, actividad que ya hemos mencionado en artículos previos, pero que en este reiteraremos conceptualmente a los fines de su precisión. Decía Betancourt que “la pugna interpartidaria” consistía en esa manera “casi animal” de “embestirse los partidos políticos”, a veces en una suerte de “guerra civil no declarada”, tras la consecución definitiva del poder político. Pero era enfático en señalar que “la pugna interpartidaria no representaba la totalidad de la política” sino apenas una parte, acaso la más dolorosa, ingrata y desagradable, pero dotada de una “inestimable emoción”.

Decía Harold Lasswell, distinguido científico político estadounidense, que la “gestión pública” era “el arte, dedicación y oficio” de responder a las inquietudes de la ciudadanía, en tanto la solución de los “problemas públicos”, más sencillamente, el electorado esperaba que “la gestión pública resolviera sus problemas” y si el gestor público electo lo lograba, entonces su gestión merecía el calificativo de “una buena gestión”. Y para que la “gestión pública” resultase calificada como una “buena gestión” era indispensable la creación de “Políticas Públicas” (más tarde en Ciencia Política, integradas, en virtud de los trabajos de importantes investigadores como el inglés Wayne Parsons, dentro de un constructo teórico más elaborado, denominado Teoría de las Políticas Públicas),  siendo definidas como “cursos de acción de la gestión pública discutidos, diseñados y concertados con las comunidades, para la solución de los problemas públicos”.

De manera que “la militancia política”, “la pugna interpartidaria” y “la gestión pública” pareciesen poseer entre sí “diferencias importantes” más que “distinciones políticas sutiles”. El “militante” es “militante a dedicación exclusiva”; es el partido su “vida política”; son las actividades del partido “su cotidianidad”; y es la confrontación con sus adversarios, uno de los elementos fundamentales en su existencia vital; de manera que “militancia y pugna interpartidaria” coexisten en tanto el “militante” es el “soldado” o el “combatiente denodado” en la “pugna interpartidaria”. Pero nos preguntamos ¿Puede el militante, una vez electo, cumplir con las funciones de un gestor público? ¿Hasta dónde sería militante y hasta que límite gestor público? ¿Cuándo el militante se convierte en funcionario público electo, acaso no gobierna para toda la comunidad? ¿Cómo logra el militante-gestor hacer compadecer los intereses del partido con los intereses de la comunidad? ¿Ponderarán sus adversarios qué califica el militante-gestor como un problema público y qué no?

En los países occidentales, poseedores de regímenes demoliberales y que gozan todavía de importantes beneficios derivados precisamente de la existencia (aunque moribunda) del Estado de Bienestar, hay una diferencia ostensiblemente visible entre el funcionario militante del partido que realizó la campaña electoral, aquel que se enfrentó denodadamente en la pugna interpartidaria y el funcionario que enfrenta el duro reto de la gestión pública. Asume otra postura y procede, en alguna medida, a cumplir con la “promesa” de la solución de los más urgentes problemas públicos. Es bastante posible que no defina “políticas públicas” como cursos concertados con las comunidades, pero si es bastante probable que renuncie momentánea y parcialmente a la militancia, a la pugna estrictamente interpartidaria, y se consagre a la solución de los problemas públicos que aquejan a las comunidades, siendo bastante probable también que lo haga más por su supervivencia política que por el interés “humano y patriótico” de hacer de la vida de sus conciudadanos, una experiencia mejor.

En nuestras naciones de América del Sur, más concretamente en Venezuela, no hay manera de que el militante se desprenda de tal condición en el ejercicio de la gestión pública y que la pugna interpartidaria salga del debate por y para la solución de los problemas públicos. El gestor público siempre está “en campaña”; la solución de los problemas públicos no es prioridad y si acaso se resolviese parcialmente alguno, las acciones emprendidas para ello terminan siendo parte de la campaña de autopromoción del gestor público y, del lado contrario, motivos de carga de dicterios que, disparados como obuses por sus adversarios políticos, hacen parte de una guerra interpartidaria “cotidiana y permanente” que no cesa jamás, aún luego de cumplidas las justas electorales.

Las comunidades “eternamente insatisfechas” al no ser sus “problemas públicos” sujetos de solución, sirven como “escenarios convenientes” para la continuación de la “pugna interpartidaria” y ambiente propicio para la construcción de los indispensables señalamientos en contra del gestor público que, militante al fin, hace uso frecuente del acto de masas, proselitista e ideológico, para ripostar a los ataques de sus “enemigos políticos que insisten en enlodar su gestión y, por ende, la del partido”. Así, el gestor público no se ocupa de su trabajo funcionarial, sino sigue siendo “un militante en funciones parciales de gobierno” sin apreciar la diferencia ostensible que existe entre “militancia”, “pugna interpartidaria” y “gestión pública”. Acaso sea por la incapacidad para determinar con exactitud dónde radica esta importantísima diferencia, que las instituciones, en particular las democráticas por definición, son sujetas de la incredulidad de los pueblos y de la saña de los que buscan otros réditos de y en la ordalía política. “Res non verba” piden las comunidades… “Alea jacta est” dicen los políticos una vez electos… “Riquiescat in pace”…expresan desde el éter de la incuria, las almas en pena de las instituciones democráticas…


martes, 10 de enero de 2017

Lo “Político”, la “Política” y las “adjetivaciones insustanciales”. Breve reflexión…


“Voluntad política”; “Accionar político”; “…el problema es político…”; “nuestra gravedad, acusa importantes componentes políticas…”; “…mientras no hallemos el camino político, no encontraremos el rumbo…” ¿Cuántas veces hemos escuchado o leído actos de habla como estos? ¿De dónde proviene esa “adjetivación”? ¿Es equivalente a decir “fulano está canceroso”? o ¿Ese carro es azul? ¿O el perro es negro? Hace tiempo que hemos querido escribir unas líneas sobre el particular, sobre todo dirigidas a mis compatriotas aquí en Venezuela, dónde tanto se ha usado “la política” y “lo político” en el ejercicio cotidiano de cierta “adjetivación insustancial”.

Max Weber solía decir que existía una percepción de “la política”, en el contexto de la Ciencia Política y que, desde allí, podrían identificarse el “científico político” y el “político de oficio”. El primero de ellos, esto es, el “científico político” abordada los fenómenos atinentes al poder, su alcance, conservación y distribución entre las distintas configuraciones políticas (partidos, asociaciones con ese fin, Estados y sus burocracias, así como las personas que de esas configuraciones hacen parte, configuraciones políticas en sí mismas), entendiendo al poder desde la dominación. El otro, “el político de oficio”, una configuración más, era aquel individuo que vivía “de y para” la política. Pero en las adjetivaciones “políticas” de Weber, por ejemplo y con independencia de su estatura históricamente académica, es evidente la presencia de una “sustancialidad”, basada esencialmente en la existencia de una estructura conceptual (o de elementos estructurales de tal naturaleza) que las sustentan.

Cuando las monarquías absolutas fueron desapareciendo lentamente del mapa de las formas de gobierno en el mundo, siendo sustituidas por las Repúblicas o sus versiones más contemporáneas de corte democrático liberal e imponiéndose poco a poco el parlamentarismo constitucionalista, permitiendo la participación colectiva en la elaboración del “discurso político” (según J.G.A Poccok, un conjunto estructurado de actos de habla, proferidos por los agentes, expresado de manera imprescindible en un lenguaje político y en el contexto de prácticas sociales e históricas determinadas) mediante la expresión más o menos libre de la opinión, “la política” y “lo político” se hicieron vocablos cotidianos, utilizado más desde el “sentir” que desde “el saber” y  el pensar”.

Y en la medida en que a la “política” se fueron incorporando “políticos” al parecer  más “de oficio” que “científicos”,  el vocablo se convirtió a veces en sustantivo adjetivado o en adjetivo sustantivado.  En virtud de este ejercicio discursivo sistemático y permanente del “político de oficio”, al decantarse su perorata en el lenguaje coloquial, las voces en referencia tomaron una suerte de personalidad múltiple, a veces polícroma y en otras ocasiones francamente carente de tonalidad alguna. Así, la “política” parece haberse convertido en voz para nominar  “todo aquello que formalmente no tuviese un nombre”, fuese borroso o sirviese al propósito de completar un discurso modelador en un momento determinado, tras una conveniente y culminante adjetivación.

Siguiendo ese decurso cotidiano, “la política” y “lo político” se han convertido en vocablos percibidos como exclusivamente propios de la pugna interpartidaria, en cuyo devenir los “políticos de oficio” hacen discurrir sus opiniones, “liquidando” sus discursos con las voces in comento, más como convenientes remoquetes que como argumentos formales para sustanciar el discurso. Así, “la voluntad”, acción creadora por excelencia del ser humano, la misma que atormentó a Frederik Nietzche su vida entera hasta llevarlo a la demencia, puede ser “política” y nosotros nos preguntamos ¿En relación a qué, cuándo, cómo y dónde?.

Cualquier problema (mientras más complejo e indefinido mejor) puede ser “político”; el accionar de cualquier individuo, en cualquier contexto, puede arrequintársele a conveniencia una “naturaleza política”; y malabarismos verbales de cualquier índole, pudiesen, mediante una conveniente adjetivación, adquirir la oportuna vestidura de lo “político” según se trate la ocasión.

En la concreta realidad de la pugna interpartidaria (a decir de Rómulo Betancourt la confrontación entre partidos políticos por y para el acceso al poder, inequívocamente una expresión de “la política” pero de ninguna manera “toda la política”) la adjetivación de cualquier ocurrencia como “política” le ha permitido a este ámbito la construcción de universales omnicomprensivos y ha vaciado de su naturaleza teórica el concepto, ocurriendo acaso con ello lo mismo que ha acontecido con “el Socialismo” o “lo Socialista” en la Venezuela de hoy: la adjetivación del concepto lo ha vaciado de su naturaleza ideológica, convirtiéndolo en un universal omnicomprensivo que sirve al propósito tanto de caracterizar un proceso de distribución de la riqueza, como a un par "revolucionario" de alpargatas rojas.

Una situación equivalente  ha ocurrido en Venezuela con “la política” más concretamente desde el advenimiento de la democracia de partidos, hasta los días que corren con el disparatadamente bautizado “Socialismo Bolivariano”, por cierto, teóricamente, una suerte de contrasentido en sí mismo. “Lo político” y “la política” resultan referentes exclusivos para adjetivar las ocurrencias al interior de la pugna interpartidaria (o la naturaleza originaria de ella misma) o acaso para referir más “lo que se siente” respecto de una situación que, en sana Teoría Política, lo que“alcanza a significar”. “Lo político” y “la política” como adjetivos, son utilizados de manera libérrima y muchos de los que así lo hacen, aun siendo politólogos o filósofos políticos, lo hacen intencionalmente sabiendo el peso específico que en el discurso y sobre los oyentes, tiene su oportuna “colocación adjetival”.

Con independencia de que en Venezuela “los políticos de oficio” parecen haber discutido más de “posiciones de poder” que de “ideas sustentables en lo teórico-político”, aspecto que poco o nada interesa cuando la confrontación se limita a un simple “quítate tú para ponerme yo”, resulta doloroso para quienes creemos en la precisión teórica de los conceptos, en los campos específicos del conocimiento científico, ver como en el caso de la Ciencia Política, más concretamente en la Teoría Política, sus estructuras conceptuales y voces, sobre cuyos contenidos se ha trabajado intensamente desde hace centurias, terminen siendo vaciadas de sus significados reales, virtud del “voleo discursivo” y la “prestidigitación oral por conveniencia”.

Si se me acusara de presuntuoso, preciosista o académico iluso, suponga usted que mañana alguien empezase a usar el término médico “dismenorrea” para designar una conducta irregular en lo económico y a lo fines de caracterizar las “hemorragias de fondos públicos con efectos dolorosamente dañinos a la economía nacional”, solo por la simple conveniencia oportuna al discurso, virtud de la cacofonía y naturaleza particular del término. Acaso no importe a muchos médicos, en particular en nuestra tierra de gracia, donde la palabra oral o escrita poco o ninguna importancia tienen, pero tal vez exista un galeno, en particular obstetra, que sienta al menos asombro, algo de estupor, pena o tal vez “dolor espiritual” porque físico, solo alguna galena interesada por la situación podrá, finalmente, sentirlo en esa dimensión y, en consecuencia, por partida doble…




viernes, 6 de enero de 2017

EL CRIMEN SÍ PAGA…

Ayer tarde y gracias a ese distinguido investigador de nuestra historia naval venezolana que es Ramón Rivero Blanco, tuvimos la oportunidad de disfrutar grandemente el anuario de la Escuela Naval de Venezuela, correspondiente al año lectivo 1965-1966. Para los venezolanos que vivimos ese tiempo, aún recordamos los prospectos de admisión de los institutos militares venezolanos y luego, en los años 70, aquellos que distribuía la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América (USMC) en sus famosas oficinas de reclutamiento. Muy bien logrados y hechos en fino material impreso, había una sección que titulada “Actividades culturales y familiares” (en los nuestros en Venezuela), “Officer’s family” o “Sports and conmunity” (en aquellos de los americanos), reflejaba de manera muy elocuente la “vida del oficial, del candidato a oficial o del cadete que hubiese decidido insertarse en la familia naval”. En ambos casos y con independencia de lo que realmente ocurriese en los institutos de formación, en las bases, naves o aeronaves navales e incluso en la crudeza del campo de batalla, representaban los “valores culturales y sociales” de la entonces clase media (urbana o rural) a la que pertenecieran mayoritariamente los oficiales de las Fuerzas Armadas en ambas naciones.

Sabemos bastante lo que pasó en Viet Nam y, en una proporción equivalente, sabemos de lo mucho que se vivió y se ha vivido al interior de nuestra vida naval venezolana, gracias a las vivencias narradas por sus miembros y por distinguidos investigadores como Rivero Blanco. Sin embargo, era un hecho que en dirección a aquellos valores, “apuntaban” los más sinceros y honestos en tanto sus creencias, más allá de lo que la cruda realidad, cotidianamente, mostrara en abierta decepción. Pero existían “ciertos pruritos”. Por ejemplo,  resultaba fácil identificar al “inmoral” o “amoral” e incluso ambos tenían el cuidado de mostrarse en ambientes cerrados dónde pudiesen ser descaradamente arbitrarios: el grado y el cargo así se lo permitían. Pero en “público” especialmente en el transcurso de aquellos “actos de familia y en comunidad” ambos hacían uso del conveniente camuflaje que siempre ha constituido la pulcritud del uniforme. Con independencia de su vesania, actuaban con especial cautela y mayor hipocresía, pero nunca con desparpajo. Había que mantener “las formas”.

Lo mismo pasaba, en alguna medida, en instituciones de variada índole, fueran educativas, religiosas, sociales o empresariales; algo equivalente se veía en el deporte, en los partidos políticos, en las asociaciones deportivas y culturales. Existía una “buena forma” y una “mala forma”. Hasta en los sectores más golpeados en nuestra sociedad venezolana (inveteradamente por cierto y que decir de aquellos en el gran país del norte), los más desposeídos también “guardaban las formas”; de hecho, los más humildes del campo, las guardaban rigurosamente. Podría saberse que fulano era “un ladrón” “a thief”, “un tramposo”, “a cheater guy”, “wiseguy” o “hampón”, pero hasta ellos “guardaban las formas”. El guardar las formas, solía llamarse “comportarse bien”, era lo que, paradójicamente, los mafiosos italianos solían llamar “uomo di onore”.  

En un instante, un importante contingente de jóvenes en todo el mundo (hay que recordar la Primavera de Praga y luego la Comuna de París, entre 1968 y 1969) declararon que todo aquello no era más que “vulgar hipocresía”, pero también ellos lo hicieron, en alguna medida, “bien comportados”. Pero la humanidad pareció haber decidido mayoritariamente transitar por la invocación de la “vulgar hipocresía” y volando sobre la legítima aspiración de los “derechos humanos”, decidió derribar aquel “ídolo de pies barro” y construir un mundo “más real”. Nos atrevemos a decir: miserablemente real.

El “buen comportamiento” se convirtió en “pose” y la vulgaridad (en el entendido moderno que este vocablo comporta, que no en el sentido social) se apropió de cuanto espacio pudo: era esa la forma “verdadera” y en consecuencia “debía aceptarse como la legítima manera de ser porque representaba la forma real de comportarse, especialmente, en el seno de las grandes mayorías”. El discurso político (desde diversas aristas ideológicas) comenzó a competir para apropiarse de las “formas reales”. Así las Democracias, ya fueran directas o representativas, en todo el ámbito del espectro político-ideológico (desde el comunismo y sus “axiomáticas interpretaciones populares” hasta la democracia liberal y sus “tolerantes actitudes en nombre de la libertad individual”) asumieron como “válidos” todos los excesos que ya existían desde tiempos pretéritos, pero ahora representando, inequívocamente, características del “comportamiento válido, legítimo y real”.

De allí devino la laxitud; más tarde la deificación del martirologio en cualquier aspecto de la vida y todas las miserias del ser humano se fueron aceptando abiertamente en aras del “respeto por la diferencia” y como sacrificio propiciatorio en el “altar de la realidad humana colectiva”. El ladrón se mostró abiertamente; el corrupto se hizo héroe de novela porque su comportamiento lo justificaba “la hipocresía en la que habíamos vivido y no reconocía su existencia”; “la trampa” devino en “buen comportamiento” y la “mentira”, más bien, “la destreza en falsear oportunamente la realidad”, se hizo “práctica esperada y recompensada”.

Hoy en día, no se juega bien al fútbol si no se aprende primero a hacer “trampas sutiles” en el terreno de juego sin que el árbitro las aprecie. La especulación bursátil y el engaño bancario es la media; ser cura y no pederasta, es perder una oportunidad; ser político y no ser ladrón (antes una opción) es estúpido o al menos impropio. Unos hijos golpean y maltratan a las madres, mientras otras madres abandonan a sus hijos recién nacidos en basureros, porque parece que en los portales de las Iglesias no los reciben al resultar “incómodos” a los sacerdotes. El Chapo Guzmán es un héroe y el Presidente Peña Nieto un zoquete que además está sindicado de participar en la “desaparición misteriosa” de su primera esposa. El Ministro de Defensa de Alemania es destituido de su cargo al comprobarse el plagio de su tesis doctoral y ocurre lo mismo con la Ministra de Educación en el mismo país y por el mismo delito (mucho más deleznable al tratarse de esa funcionaria y su área de influencia).

En Venezuela las partes en pugna, invocan reiteradamente una Constitución Nacional que violan a troche y moche, mientras los sobrinos del Presidente Maduro son sindicados de narcotraficantes. Niñas son madres al despuntar el vello púbico y niños asesinos brutales aún sin aparecer el bozo. Las bandas de delincuentes son en particular descaradas, crueles y violentas, convirtiéndose sus jefes, en las borrosidades de esta “nueva realidad sin hipocresías”,  en “socios” de importantes empresarios y en promotores deportivos. Manejan elecciones, determinan “carreras políticas” y deciden aterrorizar a amplios sectores de las comunidades dónde se asientan y en caso de ser apresados por la fuerza pública, invocan su derecho al debido proceso y a una defensa moralmente adecuada “porque ellos también son ciudadanos e iguales ante la ley”… Las niñas no saben leer, pero se les enseña a tongonear el cuerpo “porque uno nunca sabe”, mientras a las muchachas que ya tienen turgencias y curvilíneas formas, se les exhorta a “buscar” para “resolverse sin trabajar”. Padres drogadictos o borrachos o ambas cosas, que roban a sus hijos (o peor aún los explotan) para sufragar sus vicios o más triste: al revés. Todo en nombre de la deposición de la “vulgar hipocresía”.

Mientras menesterosos desdentados, con miradas febriles y almas vacías, corren en pos del primero que les ofrece “en nombre de la libertad y el compromiso revolucionario” su respectivos “saco y puñal” esperando para usarlos en la ocasión más propicia, bajo el amparo del “comportamiento justo y real”. Porque esta sociedad los ha enseñado a negociar de ese modo, son “los nuevos negociantes del mundo”. Los que van al ISIS buscando guía “espiritual”, tratando de conseguir, de paso, alguna recompensa; los que acompañan a los terroristas de cualquier signo a ver si logran alguna pitanza; los que hacen comparsa con los gamonales de turno, buscando el tan “ansiado negocio”; los que se lucran con la miseria humana y lo hacen público sin el más mínimo remordimiento; los que corren tras monjes que se masturban en los confesionarios, con la íntima esperanza de hacer lo mismo pero en los altares; los “fieles devotos” que miran con lascivia a las mujeres en las Iglesias, mientras cambian de ritmo en un apasionado Padre Nuestro. Porque lo que ocurre, lo que la evidencia empírica parece estarnos diciendo, contrariamente a lo que un día nos enseñasen nuestros maestros y mayores, en particular a los más viejos, es  que este, de hecho, es el “buen comportamiento” y la “mala conducta”, que antes y a decir del viejo dicho “no pagaba”, parece ser que ahora resulta ser rentable, es decir que el crimen...: EL CRIMEN SÍ PAGA…