Nunca la historia “pica” más que cuando toca ser su protagonista y
el afán por explicarla, en la contemporaneidad propia de su cotidianidad, esto
es, aquella cuya ocurrencia hace parte del pasado que se produce en cada
segundo transcurrido (porque como solía afirmar con reiteración R.G.
Collingwood, la historia siempre está en el pasado), se asemeja a la
desesperación que produce la búsqueda de un remedio inmediato tras el
predicamento de “enchilarse”.
Por “enchilarse” se entiende en nuestro muy admirado y querido Méjico
(México para los que insisten en la denominación indígena, afirmada más tarde
por la hispanidad), así como en ciertas regiones de nuestra también muy querida
Guatemala (posiblemente en buena parte de América Central) el efecto que
produce sobre la piel y mucosas (particularmente en las de la cara, porque dudo
que otras más profundas llegasen a verse afectadas, a menos que se trate de
sujetos con “vicios inconfesables”)
al tener contacto, accidental o intencionado, con la savia proveniente del chile,
para los mejicanos sea “guajillo” o “jalapeño”, por ejemplo, y para nosotros,
en Venezuela, sea “chirel” o “ají picante”. Se busca, “con desesperación”, primero remover el
escozor con las manos; craso error: se riega por cada parte de la cara o el
cuerpo que se toque. Luego se ocurre a la ablución con abundante agua fría;
finalmente, si la persona afectada no logra alivio por esta acuosa vía, ocurre
a cuanto remedio le indiquen, desde la azúcar hasta los bálsamos, desde pomadas
hasta ungüentos. Y mientras el “enchilarse”
y sus “escozores” no cejan, la
desesperación va en aumento, ignorando el proceso natural desaparición y que
los efectos “urticantes” de ciertos
ácidos pícricos son inevitables, si no se toman las previsiones “mil millones de veces” indicadas por
quienes conocen de esta maliciosa consecuencia en la cocina y consumo de tan
sabroso fruto natural.
Nunca la historia “pica” más que cuando toca ser su protagonista…
Es fácil “mirar en TV” los bombardeos
de Núremberg o las filas de condenados en Sobibor; las galerías de Treblinka o
el portal de Auschwitz; acaso la batalla de las Ardenas o la marcha hacia la
muerte de los indígenas norteamericanos en Wounded Knee, durante la conquista
decimonónica del oeste norteamericano. Escuchar, viendo programas grabados,
acerca de las ocurrencias de la batalla de Gettysburg, la más grande de la
Guerra Civil Estadounidense o relatos históricos relativos a la matanza de Cartagena,
tras la invasión de Don Pablo Morillo al mando de la expedición española,
durante la gesta emancipadora de la República de Colombia. Leer emocionados
pasajes sobre las batallas del Bajío mejicano durante la Revolución o de la
huida del cerco de Santiago por parte del General Bernardo O’higgins, durante
la guerra por la independencia de la República de Chile (el país que no el
fruto). Y, finalmente, contemplar a un agonizante Libertador Simón Bolívar,
allá en el San Pedro Alejandrino de
1830, personificado por algún actor y en el marco de una dramatización acerca
de su muerte. En suma: es fácil “mirar la
Historia o escuchar a quienes la cuentan”, lo difícil es protagonizarla
porque hacerlo, produce un efecto angustiante parecido a “enchilarse”.
La gente común desesperada por una “explicación convincente” a sus apremios, pero, peor aún, deseosa de escuchar el “relato” sobre una posible solución, ocurre a cuanto “cuentero” exista para hallar bálsamo a su sufrimiento. Los medianamente cultos esculcan, con fruición, profusa muestra de cuanto medio de comunicación exista, desde las redes sociales hasta los más prestigiosos miembros de la Media Internacional, presurosamente deseosos de encontrar “remedio al enchilamiento” que les produce la cotidianidad.
La gente común desesperada por una “explicación convincente” a sus apremios, pero, peor aún, deseosa de escuchar el “relato” sobre una posible solución, ocurre a cuanto “cuentero” exista para hallar bálsamo a su sufrimiento. Los medianamente cultos esculcan, con fruición, profusa muestra de cuanto medio de comunicación exista, desde las redes sociales hasta los más prestigiosos miembros de la Media Internacional, presurosamente deseosos de encontrar “remedio al enchilamiento” que les produce la cotidianidad.
Y los que tenemos el intelecto
académico por arte, dedicación, obsesión y oficio (los científicos políticos y
los científicos sociales) hacemos verdaderos desarrollos intelectuales, que
vertemos en ríos de “extinta tinta”,
hoy tipos virtuales de computadoras, para tratar de detener de algún modo “los escozores propios” de este “enchilarse” con una historia inmediata,
diríamos más bien “inmediatísima”,
que nos urge con la misma sorpresiva y pícrica presencia de una “accidental” savia impropiamente tocada
y peor manipulada.
Sin demérito de nuestros
esfuerzos, de las búsquedas obsesivas de “medio
cultos” y ciudadanía común, todos parecemos haber olvidado un detalle: la
marcha inexorable de los fenómenos macroscópicos, si “ciertas condiciones aplican”, más allá de los arrestos
positivistas que nos arrequinten sin piedad a los que sostenemos este punto de
vista. Sin irnos a los confines de la Historia más pretérita para ocurrir a
ejemplos palmarios, para Salustio y Cicerón, respecto de la suerte de Roma, lo
que pierde a la República es la acumulación de vicios en los patricios. Mucho
más atrás, para los persas, su desgracia comienza tras los arrestos tiránicos
de Darío y Ciro.
Los Ptolomeo, a pesar de los
esfuerzos “púbicos y públicos” de
Cleopatra, quien ejerciese eficientemente sus encantos simultáneos en César y
Antonio, terminaron desapareciendo del mapa, junto a la más brillante civilización
del Nilo (a la par de los gigantes Nubios, quienes, dicho sea de paso, también
se marcharon del tiempo). Desaparecieron materialmente la Alta y la Baja Edad
Media; se fue el Renacimiento, solo quedan las obras de sus grandes artistas;
se acabó la Venecia de los mercaderes y de su orgulloso Dux. Se fueron los
ambiciosos florentinos; ya no existen los Borgia. Giucciardini, Botero y
Maquiavello, nos dejaron sus enseñanzas, pero ya no están y tras ellos también
partió el Humanismo Cívico junto a las Repúblicas Italianas del “quatroccento”. Ya no existen ni Hititas,
ni Nabateos. Tampoco los escoceses republicanos; ni Medham, ni Ferguson.
Tampoco están Madison, Jay y Hamilton líderes de la República de la Sociedad
Comercial norteamericana.
Se fueron las monarquías
absolutas, llevadas por el huracán de la Primera Guerra mundial. Verdum es
recuerdo. También lo son Gamelin, Petain y Vichy. Ya no existe De Gaulle y ya
se han marchado tres repúblicas francesas. Adolfo Hitler está en el infierno de
los líderes carismáticos, atormentado por los lamentos eternos de seis millones
de almas. Churchill, Rommel, Montgomery, Alexander y Auchinlek, son fotografías
y textos que compiten con el último disco de Lady Gaga y Tonny Bennett en un
internet de caminos inconmensurables. Y en nuestros predios, son Don Porfirio,
Gómez y Somoza, nombres inexistentes en el repertorio culturalmente magro de
los jóvenes de hoy. La democracia contemporánea que naciese con los estadounidenses
y su rutilante triunfo en la Segunda Guerra Mundial, acusa requiebros de
postrimerías, ante el olvido de un hecho transcendente por su catedralicia obviedad:
la gente se cansa cuando es sujeta de
engaño permanente y sistemático.
El triunfo de Chávez; la
aparición de Maduro; la caída de Dylma; la incompetencia de Temer; la atorrante
actitud de Macri; los atisbos de corrupción en los Kirschner; la tozudez de
Bachelet, frente al problema de la gratuidad de la educación; la intemperancia
de Correa; el nepotismo de Ortega; la desesperación “por quedarse” de Evo; y la presencia cuasi impertérrita de la
gerontocracia castrista cubana, entre otras muchas situaciones, son fenómenos
equivalentes (sí, equivalentes) al triunfo de Trump; a la aparición de ISIS; a
la entronización de Erdogan; a la reaparición de fascismo en Europa, tras el deterioro
cada vez más acentuado del Estado de Bienestar: son consecuencias naturales del devenir de la humanidad.
Consecuencias propias de quienes, inobservantes de las cuitas, exclamaciones,
llamados y hasta gritos de pueblos enteros, se niegan a darse cuenta de los
peligros de “enchilarse” cuando se
hace un manejo inadecuado de “ajíes o
chiles”. Y nosotros, los que estamos dotados de la “luz de la sabiduría” tentados estamos de contagiarnos con los
apremios de una “enchilada intempestiva”.
Y buscamos “la pócima intelectual” que conjure nuestros escozores y con ella,
tratamos de conjurar las urticantes pesadillas de quienes nos leen, sin
percatarnos que la flecha del tiempo es inexorable y que los riesgos de “enchilarse” son altísimos, si no se
hace un manejo adecuado del fruto candente de la historia inmediata y de sus
contenidos políticos de ocasión. Bienvenidas
las pócimas, las pomadas y los ungüentos,
pero jamás podremos evitar con ellas enchilar
más a los demás o enchilarse uno mismo: son
parte de vivir y protagonizar el ají de la Historia inmediata…