Ayer tarde y gracias a ese
distinguido investigador de nuestra historia naval venezolana que es Ramón
Rivero Blanco, tuvimos la oportunidad de disfrutar grandemente el anuario de la
Escuela Naval de Venezuela, correspondiente al año lectivo 1965-1966. Para los
venezolanos que vivimos ese tiempo, aún recordamos los prospectos de admisión
de los institutos militares venezolanos y luego, en los años 70, aquellos que
distribuía la Infantería de Marina de los Estados Unidos de América (USMC) en
sus famosas oficinas de reclutamiento. Muy bien logrados y hechos en fino
material impreso, había una sección que titulada “Actividades culturales y familiares” (en los nuestros en
Venezuela), “Officer’s family” o “Sports and conmunity” (en aquellos de
los americanos), reflejaba de manera muy elocuente la “vida del oficial, del candidato a oficial o del cadete que hubiese
decidido insertarse en la familia naval”. En ambos casos y con
independencia de lo que realmente ocurriese en los institutos de formación, en
las bases, naves o aeronaves navales e incluso en la crudeza del campo de
batalla, representaban los “valores
culturales y sociales” de la entonces clase media (urbana o rural) a la que
pertenecieran mayoritariamente los oficiales de las Fuerzas Armadas en ambas
naciones.
Sabemos bastante lo que pasó en
Viet Nam y, en una proporción equivalente, sabemos de lo mucho que se vivió y
se ha vivido al interior de nuestra vida naval venezolana, gracias a las
vivencias narradas por sus miembros y por distinguidos investigadores como
Rivero Blanco. Sin embargo, era un hecho que en dirección a aquellos valores, “apuntaban” los más sinceros y honestos
en tanto sus creencias, más allá de lo que la cruda realidad, cotidianamente,
mostrara en abierta decepción. Pero existían “ciertos pruritos”. Por ejemplo, resultaba fácil identificar al “inmoral” o “amoral” e incluso ambos tenían el cuidado de mostrarse en ambientes
cerrados dónde pudiesen ser descaradamente arbitrarios: el grado y el cargo así se lo
permitían. Pero en “público”
especialmente en el transcurso de aquellos “actos
de familia y en comunidad” ambos hacían
uso del conveniente camuflaje que siempre ha constituido la pulcritud del
uniforme. Con independencia de su vesania, actuaban con especial cautela y
mayor hipocresía, pero nunca con desparpajo. Había que mantener “las formas”.
Lo mismo pasaba, en alguna
medida, en instituciones de variada índole, fueran educativas, religiosas,
sociales o empresariales; algo equivalente se veía en el deporte, en los
partidos políticos, en las asociaciones deportivas y culturales. Existía una “buena forma” y una “mala forma”. Hasta en los sectores más golpeados en nuestra
sociedad venezolana (inveteradamente por cierto y que decir de aquellos en el
gran país del norte), los más desposeídos también “guardaban las formas”; de hecho, los más humildes del campo, las
guardaban rigurosamente. Podría saberse que fulano era “un ladrón” “a thief”, “un tramposo”, “a cheater guy”, “wiseguy”
o “hampón”, pero hasta ellos “guardaban las formas”. El guardar las
formas, solía llamarse “comportarse bien”,
era lo que, paradójicamente, los mafiosos italianos solían llamar “uomo di onore”.
En un instante, un importante contingente
de jóvenes en todo el mundo (hay que recordar la Primavera de Praga y luego la
Comuna de París, entre 1968 y 1969) declararon que todo aquello no era más que “vulgar hipocresía”, pero también ellos
lo hicieron, en alguna medida, “bien
comportados”. Pero la humanidad pareció haber decidido mayoritariamente
transitar por la invocación de la “vulgar
hipocresía” y volando sobre la legítima aspiración de los “derechos humanos”, decidió derribar
aquel “ídolo de pies barro” y
construir un mundo “más real”. Nos
atrevemos a decir: miserablemente real.
El “buen comportamiento” se convirtió en “pose” y la vulgaridad (en el entendido moderno que este vocablo
comporta, que no en el sentido social) se apropió de cuanto espacio pudo: era
esa la forma “verdadera” y en
consecuencia “debía aceptarse como la
legítima manera de ser porque representaba la forma real de comportarse,
especialmente, en el seno de las grandes mayorías”. El discurso político
(desde diversas aristas ideológicas) comenzó a competir para apropiarse de las “formas reales”. Así las Democracias, ya
fueran directas o representativas, en todo el ámbito del espectro
político-ideológico (desde el comunismo y sus “axiomáticas interpretaciones populares” hasta la democracia
liberal y sus “tolerantes actitudes en
nombre de la libertad individual”) asumieron como “válidos” todos los excesos que ya existían desde tiempos
pretéritos, pero ahora representando, inequívocamente, características del “comportamiento válido, legítimo y real”.
De allí devino la laxitud; más
tarde la deificación del martirologio en cualquier aspecto de la vida y todas
las miserias del ser humano se fueron aceptando abiertamente en aras del “respeto por la diferencia” y como
sacrificio propiciatorio en el “altar de
la realidad humana colectiva”. El ladrón se mostró abiertamente; el
corrupto se hizo héroe de novela porque su comportamiento lo justificaba “la hipocresía en la que habíamos vivido y
no reconocía su existencia”; “la
trampa” devino en “buen
comportamiento” y la “mentira”,
más bien, “la destreza en falsear
oportunamente la realidad”, se hizo “práctica
esperada y recompensada”.
Hoy en día, no se juega bien al
fútbol si no se aprende primero a hacer “trampas
sutiles” en el terreno de juego sin que el árbitro las aprecie. La
especulación bursátil y el engaño bancario es la media; ser cura y no
pederasta, es perder una oportunidad; ser político y no ser ladrón (antes una
opción) es estúpido o al menos impropio. Unos hijos golpean y maltratan a las
madres, mientras otras madres abandonan a sus hijos recién nacidos en basureros,
porque parece que en los portales de las Iglesias no los reciben al resultar “incómodos” a los sacerdotes. El Chapo
Guzmán es un héroe y el Presidente Peña Nieto un zoquete que además está
sindicado de participar en la “desaparición
misteriosa” de su primera esposa. El Ministro de Defensa de Alemania es
destituido de su cargo al comprobarse el plagio de su tesis doctoral y ocurre
lo mismo con la Ministra de Educación en el mismo país y por el mismo delito (mucho
más deleznable al tratarse de esa funcionaria y su área de influencia).
En Venezuela las partes en pugna,
invocan reiteradamente una Constitución Nacional que violan a troche y moche,
mientras los sobrinos del Presidente Maduro son sindicados de narcotraficantes.
Niñas son madres al despuntar el vello púbico y niños asesinos brutales aún sin
aparecer el bozo. Las bandas de delincuentes son en particular descaradas,
crueles y violentas, convirtiéndose sus jefes, en las borrosidades de esta “nueva realidad sin hipocresías”, en “socios”
de importantes empresarios y en promotores deportivos. Manejan elecciones,
determinan “carreras políticas” y
deciden aterrorizar a amplios sectores de las comunidades dónde se asientan y
en caso de ser apresados por la fuerza pública, invocan su derecho al debido
proceso y a una defensa moralmente adecuada “porque
ellos también son ciudadanos e iguales ante la ley”… Las niñas no saben
leer, pero se les enseña a tongonear el cuerpo “porque uno nunca sabe”, mientras a las muchachas que ya tienen
turgencias y curvilíneas formas, se les exhorta a “buscar” para “resolverse sin
trabajar”. Padres drogadictos o borrachos o ambas cosas, que roban a sus
hijos (o peor aún los explotan) para sufragar sus vicios o más triste: al revés. Todo en nombre de la
deposición de la “vulgar hipocresía”.
Mientras menesterosos
desdentados, con miradas febriles y almas vacías, corren en pos del primero que
les ofrece “en nombre de la libertad y el
compromiso revolucionario” su respectivos “saco y puñal” esperando para usarlos en la ocasión más propicia,
bajo el amparo del “comportamiento justo
y real”. Porque esta sociedad los ha enseñado a negociar de ese modo, son “los nuevos negociantes del mundo”. Los que
van al ISIS buscando guía “espiritual”,
tratando de conseguir, de paso, alguna recompensa; los que acompañan a los
terroristas de cualquier signo a ver si logran alguna pitanza; los que hacen
comparsa con los gamonales de turno, buscando el tan “ansiado negocio”; los que se lucran con la miseria humana y lo
hacen público sin el más mínimo remordimiento; los que corren tras monjes que
se masturban en los confesionarios, con la íntima esperanza de hacer lo mismo pero en los altares;
los “fieles devotos” que miran con
lascivia a las mujeres en las Iglesias, mientras cambian de ritmo en un
apasionado Padre Nuestro. Porque lo que ocurre, lo que la evidencia empírica
parece estarnos diciendo, contrariamente a lo que un día nos enseñasen nuestros maestros y mayores, en
particular a los más viejos, es que
este, de hecho, es el “buen
comportamiento” y la “mala conducta”,
que antes y a decir del viejo dicho “no pagaba”, parece ser que ahora resulta ser rentable, es decir que el crimen...: EL
CRIMEN SÍ PAGA…
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