Cualquiera que se asome desde la
Ciencia Política y con seriedad, al pensamiento escrito que dejasen como legado
Carl Marx y Federico Engels, no puede, desde nuestra muy humilde óptica
científica, negar la pulcritud de sus planteamientos filosóficos y la impecable
construcción metodológica de su trabajo, a la luz de la realidad que observasen
en la Europa de la segunda medianía del siglo XIX, especialmente en aquella sumergida
en la carrera febril por la Revolución Industrial y en el contexto de la
tumultuosa adolescencia del sistema capitalista.
Vlladimir Ilich Ulianov (Lenin)
le imprimió esa necesaria caída de la voluta filosófica a la realidad posible
tras la conservación del poder político, construyendo por cuenta propia y desde
su “¿Qué hacer?” esa versión teórico
práctica que terminara bautizándose “marxismo-leninismo”.
Y Josip Stalin, desde el ejercicio pleno y brutal de ese poder alcanzado “por las masas proletarias”, lo dotó de
ese rostro pasmosamente cruel, esto es, desde la retórica marxista, Stalin se hizo del
poder absoluto, administrándolo por gracia de las “masas” hasta que una inesperada apoplejía se lo llevara aquella
larga noche de agonía, allá en su solitario sofá, acaso como tragicómica
sentencia tras su larga y sangrienta dictadura.
De Marx y Engels devino “la utopía posible” (contradicción retórica en sí misma, pero
dotada de posibilidad desde la creación filosófica marxista); de Lenin y su
pregunta simple, devino la posibilidad práctica de la organización para la
lucha y la toma del poder; y de Stalin la cruda realidad entre praxis
socialista y contradicción. Stalin inauguró ese paso letal del Socialismo: de la retórica a la farsa. Y esa
maldición nos ha perseguido hasta nuestros días, porque ese parece ser el
destino natural del Socialismo doquiera
que se instale.
En nuestro continente
hispanoamericano suele darse, por otra vía, un metabolismo que pareciese
inmanente a nuestra realidad política y que termina, inexorablemente, afectando
nuestros sistemas políticos. Inaugurado en lo que parece nuestra experiencia
épica republicana, la conformación de cualquier sistema político en nuestros
predios hispanoparlantes pasa por las etapas que hemos señalado en diversos
artículos: desde un líder, sea carismático o no, se conforma una célula
pentagonal de poder, con románticos, ideólogos, políticos de oficio, soldados y
negociantes. Los negociantes proveen los recursos financieros y de ellos, junto
a los soldados y políticos de oficio, se deriva entonces una oligarquía (en el
sentido aristotélico del término) que no solo controla los recursos del Estado
sino que a partir del usufructo de aquellos, engrosa su patrimonio particular y
tiende sus redes (redes oligárquicas) hacia diversos espacios de la sociedad,
mediante un crecimiento profuso de múltiples y complejas complicidades
patrimoniales.
De esa oligarquía deviene a su
vez una suerte de “clase media”
tributaria que se hace administradora de sus recursos, por cierto de origen
inequívocamente oligárquico, obteniendo sus pitanzas del chorreo por acumulación.
Y de esta clase media termina
originándose una suerte de “clase
política” que durante la vida de los sistemas políticos que supongan
gobiernos “alternativos y responsables”,
funge como la “administradora absoluta”
de la cosa pública. Finalmente, bajo de aquella estructura, está lo que
retóricamente en nuestras naciones solemos llamar “el pueblo”. Un masa variopinta de connacionales, por lo general en
la exigüidad de medios materiales o en la más absoluta de las pobrezas, quienes
“esperan su turno” en esa larga
cadena de distribución de recursos en la que se convierte el Estado, siendo los
mecanismos de distribución, además de sus ínsitos organismos en la
administración pública, los partidos políticos de la oligarquía que se encargan
de administrar también “el chorreo”.En su tiempo vital llega un
instante en que la corrupción, la voracidad, la concusión y el cohecho, generan
un gran malestar entre la “clase media”
y “el pueblo”, especialmente en
aquellos no beneficiarios de “algo”
del “chorreo” y, de su seno, insurge
otro líder de encendida retórica, quien induce un camino equivalente que, como
las vueltas de un carrusel, repite el ciclo de nuevo.
El lenguaje marxista, como lenguaje político, es extraordinariamente conveniente al discurso político que construye la masa crítica contraria al Estado corrupto, en el momento de producirse la crisis irreversible de nuestro metabolismo institucional hispanoamericano. Lleno de “propiedad popular de los medios de producción”; de “dictaduras del proletariado”; de “reivindicación de los derechos de los trabajadores”; de “parla revolucionaria y justicia social”; y, finalmente, protagonizado de manera estelar por “campesinos y obreros”, calza perfectamente con las aspiraciones sentidas en lo profundo de las sociedades hispanoparlantes, especialmente en aquellos que se sintiesen por fuera del reparto y aspirasen, como consecuencia, alguna suerte de venganza por la “injusticia” de la que creen haber sido sujetos.
Y así hace su aparición el “Socialismo Real” hispanoamericano.
Sujeto de múltiples, variadas y manipulablemente arcillosas versiones, encastra
en el discurso de cuanto “bicho de uña”
autodenominado “vengador”, aparezca
en el escenario político ya enrarecido por tanto sinvergüenza, ladrón y
aprovechador profesional del erario público, excresencias naturales de nuestros
sistemas políticos de parla castellana (excluimos a Brasil, pero no por
inocentes, sino por no
hispanoparlantes). Necesario se hace entonces proporcionar algunos ejemplos.
Comencemos por los socialismos de inicios del Siglo XX. Atrabiliarios y
reivindicadores, se echaron a las armas para derrocar “dictaduras sangrientas y corruptas”. Con el discurso popular en
los labios, líderes carismáticos tomaron el poder, quedando algunos de ellos en
el camino, para reproducir luego gobiernos más crueles y corruptos que los que terminaran derrocando. La Revolución Obrera Boliviana y la fundación inocente
del APRA peruano de Víctor Raúl Haya de la Torre, una versión gaseosa de
socialismo propio que devino en socialdemocracia, reprodujo durante su vida
útil a ladrones de alta factura como Allan García, por ejemplo, con su
respectiva oligarquía peruana contumaz en el latrocinio y extremadamente hábil
en la prestidigitación financiera.
Pero los ejemplos palmarios de
hoy los constituyen el Socialismo
Revolucionario Cubano, el Socialismo Sandinista Nicaragüense, su par
Indigenista Boliviano, el revolucionariamente Ciudadano de Ecuador y finalmente
una contradicción retórica y conceptual en sí misma: el Socialismo Bolivariano
de Venezuela. Comencemos por el decano: el “Socialismo Revolucionario Cubano”. Nacido tras una lucha armada
cruenta contra una dictadura que había llegado al sumun de la corrupción, la
crueldad y hasta la vulgaridad propia de la depauperación moral, se inician los
tiempos revolucionarios ciertamente reivindicando a los intereses de las clases
populares, pero al hacerlo en el contexto de la Guerra Fría y al oponerse de
manera militante a los complejos intereses estadounidenses en la isla (suerte
de contubernio entre crimen organizado, burdel y obispado) tiene para
sobrevivir que echarse en los brazos de la potencia oponente: la Unión
Soviética.
No sin cierto placer al
declararse Fidel Castro comunista, el “Socialismo
Revolucionario Cubano” sirvió tristemente de proxeneta de su propia patria,
haciendo honor a una impronta nacional que ellos mismos condenaran. Con logros
indiscutibles en disciplina (característica muy distante de la cubanía),
educación, ciencia médica e investigación agrotécnica, la caída del muro de
Berlín y la desaparición de URSS, cortaron el cordón umbilical que tenían los
Castro con su “estado socialista hermano
benefactor” obligando al pueblo cubano a pasar roncha en el
panfletariamente bautizado “período
especial” mientras los Castro comían langosta y tomaban buen vino francés.
Una oligarquía tributaria del socialismo
antillano, integrada por las familias de los Castro, sus soldados, políticos de
oficio y autodenominada al mejor estilo comunista soviético “Nomenklatura”, junto a una variopinta camada de negociantes tanto
propios como extraños, terminan viviendo de la más vulgar corrupción dónde los
propios hijos de Fidel son referidos como “agentes
confiables” para conseguir “pingües
negocios” en la isla. Las “prostitutas
batisteras” han sido sustituidas por las “jineteras revolucionarias” y la droga, el negocio fácil y la
sinverguenzura pública son parte de la realidad de un “Venceremos” que, sin duda, como parte de la retórica
grandilocuente del socialismo nuestro de cada día, es atribuible solo a la
oligarquía gobernante.
El segundo en edad es el “Socialismo Sandinista Nicaragüense”. Sin
duda expoliado duramente por los gobiernos de los Estados Unidos, al
considerarse todos y cada uno de ellos propietarios de Centroamérica desde un “siempre” que se remonta a más allá de
la muerte de Morazán, ha terminado en lo que el metabolismo político
hispanoamericano habría de señalarle: una dictadura disfrazada dónde el
fantasma de Somoza debe estarse riendo a carcajadas, en las cálidamente húmedas
calles de Managua. Ahora nepotico (al ser Rosario, la esposa de Daniel Ortega,
la Vicepresidenta en funciones), luego de haber anulado electoralmente a una
oposición donde milita no solo la eterna “derecha”
nica, sino también los disidentes de Ortega, el “Socialismo Sandinista Revolucionario”, no obstante sus logros
sociales en el campo y en la educación básica para los más desposeídos, ha promovido
una vulgar delincuencia a la que se suma la corrupción militar y policial, en
un ejército y una policía dónde han regresado las “estrellas” y los “generalatos” inamovibles, que tanto odiara el sandinismo
en Tacho, Tachito y sus tributarios.
Las experiencias “socialistas” conducidas por el
Presidente Evo Morales y el Presidente Doctor Rafael Correa, el uno “indigenista” y el otro “ciudadano”, ciertamente han alcanzado
logros indiscutibles en materia de educación, administración de sus recursos naturales,
distribución del ingreso y construcción de infraestructura. Pero no lo han
hecho desde una práctica estrictamente “socialista”,
sino a partir del diseño de políticas públicas pensadas y concertadas con la
gente, un curso de acción reñido con el más elemental postulado nacido en y
desde el “Socialismo Real”. La “retórica socialista” ha servido al
discurso de ocasión, en particular en aquellos momentos en que el gobierno de
los Estados Unidos, intentara derrocarlos por la vía del descontento presuntamente
popular, pero realmente digitado por quienes en el pasado detentasen el poder,
esto es, las viejas oligarquías defenestradas y extrañadas de ese tonel de
recursos gratuitos que constituye el erario público. Pero apenas un poco más de
un par de lustros han recorrido ambas experiencias “socialistas” y ya son sonados los casos de concusión, cohecho y
corrupción pública. En Bolivia la “coima
militar” a los contrabandistas por el lado de la frontera chilena y el caso
de la línea aérea LAMIA, dónde también participasen militares venezolanos; y,
en Ecuador, el negocio de los dólares “extrañamente
desaparecidos de los presupuestos públicos”, las concesiones de algunos
servicios y las empresas que abiertamente son poseídas por una oligarquía
nacida al amparo de una “Alianza” no
necesariamente por el “País”.
Pero el que bate todos los
records de utopía, praxis, contradicción, retórica vacua y farsa cotidiana es
el llamado “Socialismo Bolivariano de
Venezuela”, hoy bajo el liderazgo teórico del Presidente Nicolás Maduro
Moros. Definido sobre una contradicción retórica en sí misma “Socialismo” y “Bolivariano”, es indispensable señalar inicialmente dónde radica
este contrasentido; en primer lugar porque tal construcción ideológica no
existía en los tiempos de Bolívar, lo que convierte tal acto de habla en un
anacronismo; lo segundo, que Bolívar jamás profesó un sentimiento realmente “popular”, en el sentido en que el “Socialismo” entiende lo “popular”, un ejemplo gráfico: con
frecuencia mencionó su “horror a la
pardocracia”. Siendo un mantuano de origen (lo que los ecuatorianos
llamasen un “pelucón”) no entendía el
ejercicio del poder político sino en manos de una elite, llegando a sugerir (y
luego a legislar sobre el particular en la Constitución Boliviana de 1826) la
imperiosa existencia de un “Senado
Hereditario” que debía ser constituido con los descendientes directos de
los libertadores, lo que sugiere una suerte de creación de una “aristocracia política”. No existe en
Bolívar ninguna referencia a “gobiernos
populares” en tanto la participación
colectiva (especialmente de los más humildes) en el ejercicio del poder
político, por lo que mal puede entonces construirse el acto de habla “Socialismo Bolivariano” porque entraña
en sí mismo una contradicción equivalente a decir “Capitalismo Social”.
En segundo término, el “Socialismo Bolivariano” luce profundas
contradicciones entre teoría y praxis. De verbo socialista encendido y en un
arremeter cotidiano contra la “propiedad
privada burguesa” en el contexto de los restos de una “democracia burguesa inoficiosa y corrupta”, son frecuentes los
señalamientos de corrupción, concusión y cohecho contra el gobierno socialista
venezolano, además de sindicársele de favorecer las operaciones del
narcotráfico local. Pero si acaso esas acusaciones fuesen propias de sus
enemigos ideológicos, lo que resulta lógico suponer, basta con mirar su
comportamiento tanto público como privado: grandes vehículos blindados de lujo;
profusión de guardaespaldas; viviendas palaciegas; viajes a centros turísticos
paradisíacos; costosas joyas; ropa de marcas europeas; y fiestas fastuosas
costeadas con el erario público. A esto hay que añadirle sociedades dudosas con
miembros del hampa común; la formación de una oligarquía propia al mejor estilo
de sus predecesores de la “democracia
burguesa” y, peor aún, de las dictaduras militares del pasado. Y la más
reciente: el destape de una olla podrida que destaca los vínculos del
Vicepresidente de la República con una suerte de negociado multimillonario en
las compras del Estado, obscuros lazos con las mafias del tráfico de
estupefacientes y empresarios privados con oficinas y múltiples inversiones en
la ciudad de Miami, una de las capitales financieras más importantes del (tan
odiado por ellos) “Imperio
Norteamericano”.
Plétora de contradicciones
ideológicas resulta también la retórica socialista revolucionaria del “Socialismo Bolivariano”. El “beneficio” o “utilidad” es un concepto propio de la práctica capitalista por
definición, sin embargo es frecuente escuchar al Presidente Maduro hablar de “planes de inversión financiados con el
beneficio de las empresas en manos del Estado”; susceptible de ser tildado
de “exageradamente rígido nuestro
argumento” la construcción anterior escapa por completo a la estricta
retórica socialista: en el socialismo no existe la “utilidad” como concepto y tampoco la “inversión” como acción. De hecho el Presidente Maduro ha sido particularmente
cáustico con “algunos
marxistas-leninistas” a quienes llamó “traidores
preciosistas”, dicterio que pareciese un ataque directo al Partido Comunista de Venezuela,
organización política que apoya al “proceso
revolucionario” pero que se ha manifestado particularmente crítico al
gobierno en las últimas semanas.
De manera que como lo hemos
podido apreciar en líneas previas, nuestro “Socialismo Real” hispanoamericano no escapa del metabolismo
inexorable de nuestros sistemas políticos. Es pletórico de contradicciones
ideológicas y es más “retórico” que
real, rayando en algunos casos en auténtica “farsa”,
con todo lo contradictorio que pueda tener una “farsa” respecto del cognomento de “auténtica”. Ineficiente e inoficioso y, en no pocas ocasiones,
improductivo, el “Socialismo Real” hispanoamericano no difiere con mucho (sobre todo en el
ejercicio del poder político) con aquellos sistemas políticos instaurados por
sus odiados enemigos de las “Democracias
Burguesas” o de las “Dictaduras
Fascistas” ambas formas de gobierno bajo el patrocinio del “Imperio
Norteamericano”. Corruptos, cohechadores, ávidos de la riqueza material y
del ejercicio omnímodo y unipersonal del poder, los gobiernos (y algunos
mandatarios) socialistas o autodenominados de tales, terminan cayendo en el
mismo pozo séptico que habitan sus denostados predecesores “oligarcas burgueses”, resultando más amargo escucharlos cuando en
heroicas peroratas, especialmente en sus onomásticas revolucionarias, se
desgañitan nombrando inútilmente y en el paroxismo de la contradicción “…la soga en casa del ahorcado” al
defender con fruición sus logros, pero sobre todo “…su moral y ética socialistas revolucionarias…”