“Aprendimos a quererte, desde la histórica altura…”…Con este verso
se inicia la famosa canción que compusiese el cantautor cubano Carlos Puebla,
en homenaje póstumo al Doctor Ernesto Guevara Lynch de la Serna, “…mejor conocido como el Che…”. (…tal
cual subtitulase su libro el famoso escritor y periodista mejicano Paco Taibo).
Esta canción siempre tuvo un efecto emocional particular en este servidor y sirve de leitmotiv para escribir estas letras, con guitarra y cadencia cubana de fondo.
Ernesto Guevara, en mi opinión, tiene múltiples facetas; la del joven aventurero que parte de su tierra para “explorar” en bicicleta el “mundo local que lo circunda”. Quien luego, graduado de médico, parte de nuevo en motocicleta para hacer un recorrido sin regreso por ese mismo mundo y tras un destino incierto. El que hace parte de los internacionalistas que defienden a Jacobo Arbenz y, más tarde, terminan en un yate malogrado con un grupo de aventurados muchachos, quienes se han impuesto la misión de liberar a su pueblo de una dictadura que, hoy día, no obstante el billete que pudieran haber hecho entonces sus acólitos y los intereses que haya satisfecho su existencia (sobre todo en nutridos contingentes de antillanos, hoy mayameros, trocados en fórmula de supervivencia en tercera generación), nadie duda en calificar de mafiosa, corrupta y feroz, en alguna medida dolorosamente equivalente a la que llevan hoy los cubanos, doblegándoles sin piedad la cerviz (esencialmente a todos “los no alineados” que hayan manifestado abiertamente su disenso).
Ernesto Guevara, en mi opinión, tiene múltiples facetas; la del joven aventurero que parte de su tierra para “explorar” en bicicleta el “mundo local que lo circunda”. Quien luego, graduado de médico, parte de nuevo en motocicleta para hacer un recorrido sin regreso por ese mismo mundo y tras un destino incierto. El que hace parte de los internacionalistas que defienden a Jacobo Arbenz y, más tarde, terminan en un yate malogrado con un grupo de aventurados muchachos, quienes se han impuesto la misión de liberar a su pueblo de una dictadura que, hoy día, no obstante el billete que pudieran haber hecho entonces sus acólitos y los intereses que haya satisfecho su existencia (sobre todo en nutridos contingentes de antillanos, hoy mayameros, trocados en fórmula de supervivencia en tercera generación), nadie duda en calificar de mafiosa, corrupta y feroz, en alguna medida dolorosamente equivalente a la que llevan hoy los cubanos, doblegándoles sin piedad la cerviz (esencialmente a todos “los no alineados” que hayan manifestado abiertamente su disenso).
El Comandante “Che” de Santa
Clara, héroe militar sin pretenderlo; el Ministro de Industrias, sin saber nada
al respecto; trabajador voluntario incansable, pero a la vez incómodo; verdugo
implacable; perseguidor inmisericorde de los “enemigos de la Revolución…”, es identificado por sus más enconados
adversarios como “asesino cruel”,
mote injusto si se toma en consideración que Guevara no hizo nada distinto a lo
que han hecho millones como él en la historia de la humanidad. Para quienes
viven viendo en la política “ángeles y
demonios” según sea su “arrechera”
(como suelen llamar la rabia humana, más como actitud que no como enfermedad,
en Venezuela, porque en Colombia son los apremios prostáticos de juventud),
verá en el médico argentino un “ángel”
o un “demonio”. Este servidor, hoy
día y a la sombra de una clepsidra de cuyo lado queda poca arena, ve solo a un
hombre comprometido con una idea, quien se ve impelido, por la obligación que
ella impone, al máximo sacrificio para lograr su expresión material.
Y precisamente a ese sacrificio
quiero referirme. La “Revolución” en
todo tiempo y lugar, calificación que pierde su connotación de “izquierdas” o “derechas” a los fines de estas líneas (denominaciones que vienen
por cierto de la más antigua de ellas autobautizada de tal modo), máxime si son
armadas, ofrecen cuatro protagonistas interesantes, como lo hemos reiterado ad nauseam: el romántico, el ideólogo, el político y el soldado. Llevado por el
vuelo del “ángel vengador”, el romántico, desde la acepción del “romántico decimonónico”, se motiva por
el “destino glorioso”, los discursos
encendidos, el sufrimiento y el dolor. Llora, padece y hasta muere; es el
primero en la línea de combate y termina encarnando al héroe. Concluye su
existencia, por lo general, muerto o torturado o preso o ambas cosas, y cuando
la turbamulta que dio cuenta de sus mejores años triunfa, es cubierto de
poemas, cantos, loas y lemas pre-fabricados de ocasión. Por lo general su
evocación siempre produce una que otra lágrima furtiva (algunas de cocodrilos
con boina o gorro frigio, trocados luego en magnates de bonete y regias
vestiduras) y su supremo sacrificio en tema de algún poema infantil, sobre todo
porque su “dolorosa gesta” se
transforma en “fecha patria” y se
obliga a los niños a su eterna evocación como modelo, acción que se queda solo
en eso, esto es, en el “modelo” y la “evocación”.
El ideólogo se constituye en el depositario del pensamiento de y en
la “Revolución”. Termina organizando
conversatorios, debates y simposios entre filósofos, para culminar
convirtiéndose en académico o cronista o ambas cosas. Se cubre con el recuerdo
del hecho armado y culmina su vida haciendo parte de las autoridades más
encumbradas del partido y/o de las organizaciones con fines ideológicos-políticos
que se creen. Si se trata de “comunistas”,
en su mayoría ateos (como tiene que ser), terminan encarnando a los “pontífices de su propia sociedad
revolucionaria”. Alguna vez serán “Ministros”
pero “…de Educación…” o de “Arte y Cultura…” pero nunca, nunca de
otra cosa. Son pensamiento puro y culminan ellos su vida útil llevando el
albaceazgo de la idea…
El soldado y el político se hacen del poder. Se apropian del billete
con el tiempo, conquistan, por la fuerza o no, todos los espacios y cooptan
cualquier intento de asomo de cabeza por encima de su creación. Son los que
promueven los crecimientos reticulares oligárquicos o las “Nomenklaturas” extensivas e intensivas. Ellos son el poder real. Y
aquellos que no estén dispuestos a hacer parte de sus cónclaves, sea internos,
propios o externos, carecen de posibilidades de sobrevivir en la sociedad que
acaben fundando. Como “enemigos de la
Revolución” serán bautizados y, en consecuencia, perseguidos, humillados,
cercados, para luego ser encarcelados hasta morir en una ergástula.
Los hombres como Ernesto Guevara
suelen ser “incómodos”. Claman por
justicia, por honradez, por reivindicación. Rechazan privilegios, cargos,
automóviles y espalderos. Promueven el trabajo voluntario dominical y el
sacrificio del que “más tiene” en
aras del que “menos”. Es, en suma,
como diría algún encolerizado “revolucionario
antillano”, un “come mierda que vino
a arruinarnos el guateque”. Es tal su espíritu de sacrificio, que despierta
la admiración de los más innobles. Pero no sirve a “fines más terrenales”. Es, reiteramos, “incómodamente” admirado. Guevara es plétora de anécdotas sobre el
particular. “Chino” López, uno de los tantos fotógrafos que lo acompañan, al
tratarse el médico argentino de una figura legendaria, lo fotografía cada
domingo durante la realización del trabajo voluntario. Una gráfica sin camisa
cargando sacos en una empresa azucarera; manchado de cemento o yeso durante la
construcción de viviendas populares; cubierto de hollín, luego de una zafra, que
supone la quema parcial de los tablones, a los fines de facilitar el desmonte
de la gramínea a machete limpio. Guevara reconviene a Chino López y le exige no
tomarle más fotografías “porque los
lunes, en el Consejo de Ministros, sus colegas de gabinete lo miran mal”.
Sobre todo, tanto el soldado como el político no transigen con esta práctica de ocurrir
a “sacrificios no solicitados” porque
los coloca en un punto de mira que no hace fácil su gestión, esto es, la
gestión que favorece sus intereses. Sin embargo, estos personajes incómodos
abundan en las primeras de cambio, porque el ímpetu de los primeros días, las
marchas iniciales y los arreboles rojizos de iniciáticos arrestos
crepusculares, propios de aquellas tardes llenas de sacrificio patrio
revolucionario, adornan el escenario cotidiano de todas y todos. Una suerte de
comedia en la que cada quien busca su papel pero sobre todo importante
figuración entre las luces de una tramoya fútil a futuro, pero indispensable en
el principio. Son tiempos de esperanza, de heroicidad y expectativa. Pero
pronto se cierra el telón y comienza a operar la realidad tras el poder.
Y a pesar del “sol de su bravura” estos personajes se
hacen material de molienda en la maquinaria que poco a poco va formando la dinámica
del poder en su ineluctable marcha, tal cual lo hacen las ruedas mecánicas de
un trapiche con el fruto dulce de la caña de azúcar. Jugo se van volviendo y a
fuer de carbón y candela, el alma se les hace melaza, pero no por lo dulce en
extremo, sino por lo densa y pesada. Es en ese momento que el “revolucionario incómodo” o se hace
disidente o se marcha tras la búsqueda de mejores destinos que, según su propia
comprensión, sean más adecuados a sus “modestos
esfuerzos”. Un día en esa búsqueda encuentra la muerte. En el afán por ser
útil pero a la vez “ángel vengador”
se equivoca de ruta o de misión, falleciendo trágicamente, lo que pone punto
final a su aventurado periplo. Y esta muerte trágica favorece a quienes lo loan
y permite la construcción de mitos, que hábilmente manejados desde la
propaganda, culminan convirtiendo al revolucionario auténtico, en fructuosa
marca comercial.
Es inútil todo lo que hagan;
inútiles su sacrificios e inútiles sus búsquedas. Como dijimos en un principio,
terminarán siendo “ángeles o demonios”,
según sea la ubicación ideológica del espectador de su impronta y aun queriendo
haber sido innovadores o magos de los tiempos o artífices del conjuro contra la maldad humana,
terminan siendo apenas nombres, motes, frases huecas, figuras decorativas o
apenas una silueta en alguna franela. Se ven, como epílogo, en fotografías desleídas, enmarcadas torpemente y acaso guindadas distraídamente en alguna pared de un lenocinio para nada revolucionario o posiblemente recostada “incómodamente” en una anónima esquina, más por obligación o conveniencia que por
querencia o admiración. Y nada será posible en la construcción de un mundo
nuevo porque una cruda realidad de poder y repartición de beneficios como
fundamento esencial de lo que concluye siendo toda "Revolución", le pondrá cerco a la enseñanza de su vida para, finalmente, “ponerle cerco a su muerte”. Y su
“entrañable transparencia” no será
más que eso al final: mera transparencia, apenas una simple y escenográfica presencia...