“La política”; un amplio campo del saber humano del
que todo el mundo cree saber. Junto a la economía (estando ambas en permanente
intersección), “la política” es
objeto de la opinión cotidiana de todo los que “afectados” por ella, se lían en discusiones (la mayoría estériles)
sobre su origen y devenir. En nuestros países iberoamericanos es materia de
constante “opinión” y de “ejercicios periodísticos” (unos cuantos
de naturaleza circense), que permiten corra la tinta a raudales y, al propio
tiempo, “coman” una importante cantidad de “opinadores
de oficio” cuyas “doctas
explicaciones” superan con creces al más avezado académico
Pero
vale la pena preguntarse ¿Sobre qué “Política”
hablan todos? ¿A qué definen como “Política”?
¿Saben quienes opinan de filosofía política o de teoría política? ¿Es sobre “la Política” como adjetivo sustantivado
o de aquella como sustantivo adjetivado? ¿El solo hecho de ser periodista
faculta a quien opina para “opinar sobre
política”? ¿Opinan los politólogos acerca del cáncer o del problema de
salud pública que la enfermedad pueda ocasionar? Esta última pregunta es clave
para nosotros. Una cosa es la enfermedad en su sentido científico-médico y otra
la naturaleza de sus consecuencias como un problema de naturaleza pública. Y
volvemos con las preguntas ¿Por qué para opinar sobre el cáncer como
enfermedad, se invitan a Oncólogos a los medios? ¿Por qué no invitar a un boxeador
o acaso a un alpinista? Porque el cáncer como enfermedad es un asunto
científico-especializado. Bueno: la
política es también ciencia y “un asunto especializado”.
De lo
que opinan el común, desde el obrero hasta el magnate, desde el médico hasta el
matemático, no es de POLÍTICA CIENCIA, sino de la expresión más elemental de la
POLÍTICA-RELACIÓN, más claramente, de lo que Rómulo Betancourt definió una vez
como “la pugna interpartidaria tras la
búsqueda del poder”. La gente parece opinar sobre eso que supone la
existencia de procesos electorales y sus correspondientes candidatos; de los
partidos políticos como cintas transportadoras de reclamos y luego como
promotores de pingües negocios para el ejercicio sistemático de la concusión y
el cohecho; de manejos dolosos de esos comicios y de sus autoridades coludidas
o no con determinados intereses. Y una vez colocado un grupo en el poder, el
pueblo llano y los “opinadores de oficio”
suelen hablar del tráfico de influencias; del abuso, la arbitrariedad y el
ventajismo de quienes gobiernan; de la corrupción, que solo atribuyen a quienes
ejercen la función pública sin tomar en cuenta sus promotores en el sector
privado; del último escándalo y de sus involucrados, con los consiguientes “yo lo sabía” o “te lo dije” o “lo
advertimos”. Todo lo anterior es apenas una parte de “la política”. Lo que hace el común ordinariamente cuando opina o
habla de “la política”, pudiera
llegar a ejemplificarse como hablar del Derecho como si todo el saber jurídico,
se concentrase exclusivamente en el litigio de tribunales, reduciendo toda su
naturaleza al proceso, el leguleyo, la práctica deleznable del rábula; el
juicio, el juzgado y, finalmente, los jueces.
En ese
hablar por hablar, en la creencia de que “se
sabe”, devienen los conceptos construidos desde la parla cotidiana, cuyo
origen pocos o casi nadie conoce, muy especialmente en nuestra región dónde
gustamos hablar de tanto sin conocer de mucho, repitiendo como loros lo que
escuchamos de otros, además tan ignaros como nosotros mismos. Más desde la
emoción que la razón, especialmente aquella que se encuentra en los libros,
deviene el uso de muchos de esos conceptos. Se trata de las tan mentadas
concepciones de “IZQUIERDAS Y DERECHAS” un verdadero anacronismo que hunde sus
raíces en el fondo de la Asamblea Nacional de Francia, aquella de los
tumultuosos tiempos de la primera Revolución de occidente, de picas al aire y
gorros frigios: la Revolución Francesa.
Identifican
esas “IZQUIERDAS Y DERECHAS” las ubicaciones de Jacobinos y Girondinos en las
gradas de la sede física que sirviera a las sesiones de la Asamblea General,
casi siempre tumultuosas, de esos primeros años de “egalité, liberté e fraternité”. Todos fueron radicales; en una
Revolución no existe la moderación; su sola invocación supone dos
interpretaciones: “Re-Evolución”, que
implica volver a un “principio”
alguna vez posible y que, víctima de las circunstancias, se perdió y hay que
recuperar aunque sea a costa del mayor sacrificio; o “Revolución”, en su significado más radical y violento, esto es,
acabar con lo que existe y construir “algo
totalmente nuevo y distinto”, sobre las ruinas humeantes de lo que fue,
acaso un espejismo propio del ser humano, es decir, “lo nuevo” que no “las ruinas
humeantes”.
De
modo que de esos tiempos tumultuarios de un París “revolucionario” nos vienen esas denominaciones y como toda “Revolución” que deviene por consecuencia
del hambre, la exacción, la
discriminación y el resentimiento, mucho fue el odio, el deseo de venganza y la
reivindicación pendientes, sobre los que hombres como Demolins, Marat, Danton y
Robespierre (por nombrar los más conspicuos, especialmente el último),
fundamentaron su discurso político, primero para provocar la necesaria
agitación; luego para justificar la eliminación física de sus enemigos,
consolidada la Revolución, usando eficiente y expeditamente el novedoso invento
del Doctor Guillotin; y, finalmente, para matarse entre ellos, excepción hecha
del Doctor Marat, quien murió a manos de una temeraria Carlota Corday, imbuida
también del deseo de venganza, esta vez del lado de los “enemigos de la Revolución”. En cualquier caso, toda “Revolución”, en algún momento de su
devenir, termina como los perros desesperados por el cautiverio: mordiéndose la cola.
En
nuestra región, porque ninguna de nuestras naciones queda exenta, son de
IZQUIERDAS todos aquellos políticos (o dirigentes que se precien de tales), que
apunten en su discurso hacia “una
sociedad más justa”; “a la democratización de la participación política”; “a la
justa distribución de la riqueza”; “al respeto a los derechos humanos,
especialmente de los indígenas, negros, zambos y mulatos”; “a las fronteras
abiertas”; “a la democratización del trabajo y su consagración como derecho”;
“a la igualdad de género tanto para el trabajo como para la participación
política y la consideración humana”; “al respeto y protección a la madre, el
niño y el adolescente, especialmente los más pobres”; “a la consagración de la
educación básica gratuita como un derecho”; y, finalmente, a la “libertad”, “igualdad” y “fraternidad”
de los pueblos, junto a la libre autodeterminación de su destino. Todo lo que
piense, vaya, se exprese (aunque sea ligeramente), en sentido contrario a esos
principios, es, irremediable e irremisiblemente, calificado de DERECHA.
Ahora
bien, todos los actos de habla expresados en el párrafo anterior, son
construcciones abstractas para un hombre o mujer de a pie, escasamente
alfabetizado, poco interesado en leer, porque primero ha de resolver como comer
y, en el peor de los casos, como mirar la luz del día siguiente. 800 Millones
de pobres nos contemplan desde los campos, pueblos y ciudades de nuestro
continente, habiendo crecido sin haber encontrado ni en la República, ni bajo
la bota militar inmisericorde, ni en la Democracia Representativa y menos en un
Socialismo a medio cocinar o bien pasado de cocción como el Socialismo Real
cubano, remedio a sus penurias, que ya van para tres siglos sin resolverse.
Perdimos
el siglo XIX matándonos primero con los españoles y luego entre nosotros para “determinar” quien tenía “la razón” y se quedaba finalmente con
el botín del poder político, ocurrencia común en casi todas nuestras naciones.
Perdimos el XX entre unos militares positivistas, nacionalistas y medio
liberales, quienes se creyeron siempre “mejores”
que los civiles; y unos civiles políticos, que luego de unas grandilocuentes
manifestaciones de “buenas intenciones”,
proclamaron a los cuatro vientos la “Democracia”
como remedio a todas nuestras dolencias, para terminar cayendo en los mismos
vicios nacionales que nos han perseguido como suerte de maldición críptica: la
corrupción, la avidez por el poder, el tráfico de influencias, la concusión y
el cohecho. Finalmente, fuimos pasto de potrero para una izquierda transida de
hambre de mandar “en Revolución”, quien
combatida y diezmada en la segunda mitad del siglo XX, renació como el Ave
Fénix con su discurso vengador, patrocinada desde la mayor de las islas
caribeñas, iluminada paternalmente por su "Mausolo
inmortal", el mismo que había promovido la guerra irregular en
nuestras tierras, así como la posibilidad de construir el Socialismo en
América, ahora trocado en Socialismo del Siglo XXI, malformado con toques de "bolivarianismo",
"indigenismo", "ciudadanía" y hasta "peronismo radical
redivivo”, retablo de "maravillas
insospechadas", que habría que extasiarse en mirar "atónitos" como en una
exposición pictórica de arte moderno. Toda esta situación, dolorosa y
decepcionante, ha tenido lugar bajo la mirada atenta de potencias
internacionales ávidas y claras (ellas sí, sin la más mínima duda), de nuestras
riquezas naturales, buscando permanentemente el “mejor aliado” a sus intereses, para sacar ostensibles tajadas de
nuestro patrimonio, mientras nosotros, entre IZQUIERDAS Y DERECHAS, competimos
para ver quién ofrece lo mejor o quien se queda con los restos del botín.
Y tras
ambos discursos y sus reclamantes líderes carismáticos de ocasión, han marchado
ciegas las mesnadas de pobres, carentes de todos auxilio material, cultural o
social, convertidos en pueblos plañideros tras la promesa nunca cumplida; en jornaleros
capaces o no; pisatarios eternos; soldados y sargentos; gendarmes y policías;
espalderos, torturadores y asesinos; vendedores de ocasión; traficantes de
ilusiones o de drogas como ilusión. Añádasele a ese abigarrado conjunto de
sueños insatisfechos, a una clase media, como decía Mario Benedetti, “media en todo”, formada por importantes
contingentes de lo “mejor de nuestra
intelectualidad”, soñando, los que están en las vecindades más cercanas a
las oligarquías (en el sentido aristotélico del vocablo que no panfletario,
además un subproducto típico de nuestros sistemas políticos), con hacer parte
de aquellas y los que están en los límites de la “pobreza con dignidad”, al menos acariciando la esperanza por
recuperar “el discreto encanto de la
burguesía”.
De
modo que, como se verá, las denominaciones de IZQUIERDAS y DERECHAS, en nuestro
continente, han servido al único propósito de “construir emociones desde la pasión”, tal como lo hace la levadura
al pan: elevar la masa cuándo y cuánto
más convenga. También ha servido para el insulto mutuo: “Comunista, izquierda maldita, maldición
gitana”; “Hijos del fascio, fascistas de mierda”; “Derecha maltrecha”;
“Izquierda destructiva”….Pero, de fondo, las cosas siguen siendo iguales.
La misma miseria; las mismas decepciones; las mismas promesas incumplidas; las
mismas mañanas vacías, sin pan y sin esperanzas; y las mismas potencias, acaso
ahora con ojos rasgados y un discurso amistoso, interesadas en destazarnos como
“agnus dei”, cordero más parecido al “vellocino de oro” griego que aquel propiciatorio al sacrificio,
propio del católico romano.
Y el
mismo discurso vacuo, sea de IZQUIERDAS o de DERECHAS, lleno de lugares
comunes, de anacronismos que parecen más retortijones de una eterna mala
digestión, que construcciones verbales capaces de hacer la realidad, entiéndase
bien, LA REALIDAD, menos pasmosa que como se presenta cotidianamente en
nuestras fabelas, chabolas, barrios o villas miseria, más atenuada en lo físico
pero mortificante a lo interno del alma, en nuestras urbanizaciones, colonias y
barrios de clase media.
Mientras
tanto en nuestra región, tras cada nuevo discurso, sea de IZQUIERDA o de
DERECHA, declamado emotivamente por cada nuevo candidato, cada nuevo partido y
cada nuevo gamonal con charreteras, como decía el inmortal Don Pedro Calderón
de la Barca: “…los sueños, sueños son…”