martes, 28 de marzo de 2017

Entre “Burguesía” y “Nomenklatura”: de “Extrema” a “Extremadura”.

En el “Manifiesto del Partido Comunista”, Carl Marx y Federico Engels, con sus miradas puestas en 1843 y en pleno ascenso de la Revolución Industrial en Europa, deslizan esta reflexión:

“Hombres libres y esclavos; patricios y plebeyos; señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra, opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta, lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases sociales. (…) Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez más, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan directamente: la burguesía y el proletariado.”[1]

A 174 años de esa cavilación marxista, dotada además de extraordinaria simpleza y claridad, seguimos en esa suerte de enfrentamiento pero con características tremendamente interesantes. Para atisbar sobre la calidad de lo “interesante”, hablemos un poco más de esa “burguesía” pero con “ojos” de hoy. En los países “capitalistas”, la “burguesía” está representada en esa suerte de “oligarquía aristotélica” que surge de la “convivencia marital” entre el poder político y el empresariado privado, tal cual ocurriese en las postrimerías del siglo XVIII, por ejemplo en Inglaterra, donde la monarquía resultara financiada en sus guerras invasivas por guildas de comerciantes que, finalizada la acción de guerra, terminaran a su vez siendo recompensadas por los monarcas, al través de la “concesión graciosa” de la administración de las riquezas, obtenidas mediante exacción de los territorios ocupados. El negocio iba, en alguna medida, a medias…

Hoy la “burguesía” colabora con las “campañas electorales” de los “partidos tradicionales” (a lo Marcelo Odebretch en América del Sur), recibiendo en el camino pingües beneficios por la vía de la concesión de jugosos contratos, muchos de ellos para realizar obras inservibles o sin ningún valor para las comunidades donde han sido “levantadas” (léase la “muy publicitada” extensión del Puerto de Contenedores, en Cádiz y un Aeropuerto Internacional en medio de la nada, en Valencia, a un costo nada despreciable de 300 millones de euros ambas “pitanzas” en la España “real, Popular y pontificia”).

Esa “burguesía” se ha dedicado a construir, además, “paraísos fiscales” auspiciados por los gobiernos que se nutren de sus operaciones (nótese que hablamos de gobiernos que no de poblaciones), muchas de ellas al margen de la ley (las operaciones), que no redundan en beneficio alguno para la gente que vive en esas naciones, pero que alimentan convenientemente a los tan publicitados “indicadores económicos”. Pero como hoy “la trampa es institución”, al punto de que en el fútbol no se es buen jugador si no se aprende bien y con la destreza de un prestidigitador, a “sacar la falta al contrario sin haberla realmente cometido” la acción corruptora de la “burguesía”, junto a la pobreza galopante del “proletariado”, hacen parte constitutiva y normal de las “reglas del juego” en “la pujante sociedad capitalista”. Que vamos, que todos se la apañan, mientras esperan su “turno”. El asunto es que el “turno” nunca llega…

Las “abundancias y excesos” de la “burguesía” es posible apreciarlas en pasquines como HOLA o en otras revistas “del corazón” menos afamadas que la referida o en sus melifluos programas de televisión que se nutren de las menudencias de su lujosa vida doméstica, mientras se hace la espera en los Bancos de Alimentos o se arregla la puerta de entrada con alambres oxidados, al no poseer los recursos para hacerlo como corresponde. El asunto es que esa realidad, por extremadamente dura que parezca, hace parte de las rutilancias propias del capitalismo, que mientras pudo arrojar mieles por la vía del Estado de Bienestar, todos vieron como de “absoluta normalidad funcional”, especialmente aquellos a quienes hubiese tocado en suerte “el número acertado” en la ruleta de la vida. Y cualquier cristiano de los “afortunados” diría en sana paz “¡pero si a mí no me ha pasado nada!...” y como un viejo poeta de romancero agregaría “¿Por qué habrían de inquietarse las perdices, si es avena y no plomo lo que llueve?...”

Pero esa “burguesía” de banqueros, empresarios, comerciantes y logreros, junto a sus políticos corruptos y economistas sesudos, se les olvidó un pequeño detalle: los que piden préstamos, consumen sus productos, contratan servicios, invierten sus magros ahorros y, por sobre todas las cosas, votan, son humanos, en una expresión colectiva: “la gente”. Se les olvidó “la gente” y al seguir concentrando “la presión de agua del grifo” únicamente en ellos, la magia del “chorreo por gravedad” se ha acabado y esa “gente” ya no puede pagar, ni consumir, ni contratar pero sobre todo y todo: ya no los quiere votar. Y en esa búsqueda obsesiva por una solución, la “gente” vota “al contrario” y allí aparecen los nuevos oráculos de esa creación decimonónica de la que ofreciésemos, al principio, apenas una muestra pírrica filosófico-política: el Socialismo.

Y la “burguesía” arde a manos de la “la tea vengadora” de estos nuevos “libertadores socialistas” que prometen coloridas y heráldicas cornucopias de abundancia, al proletario que sufre, hambriento y sediento de justicia. Además le ofrecen, en el “mismo paquete”, por lo general tocado de exagerado moño carmesí, el disfrute de la plusvalía de su trabajo, hurtada vilmente por la burguesía y que debía haber producido solo gozo para él. A la par ofrece el respeto por los derechos que, como clase trabajadora, merece, unido al escudo albo de su protección eterna, contra la voracidad egoísta de la “burguesía” insaciable. Pero cuan amarga es la sorpresa del “proletario” cuando descubre que los líderes del socialismo liberador, terminan construyendo su propia versión de “burguesía” esta vez con otro nombre: “Nomenklatura”.

La “Nomenklatura” tan ávida de dinero, lujos  y “bon vivant” por aprovechamiento de, acaso, la oportunidad única de lucrarse “revolucionariamente”, no solo detiene “el grifo del reparto” sino que cuando lo abre, solo de vez en cuando y de cuando en vez, lo hace exclusivamente para nutrirse de su escuálido torrente, haciendo inexistente “la magia del chorreo”. Y la argumentación para tan tamaña injusticia, que para la “Nomenklatura” no lo es tal, sino más bien “la administración eficiente de la propiedad colectiva del Estado”, radica en la indispensable supervivencia de la “dirigencia” porque solo aquella terminará con el “sufrimiento permanente” y es por eso que debe estar liberada de toda “presión y apremio”, para que con mente clara y precisión de propósitos, puedan cumplir con “su sagrado deber revolucionario de salvar al proletariado tantas veces esquilmado por la burguesía”.

Y de la eterna decepción que provee la “burguesía”, ocasionada por sus cíclicas “crisis económicas” (que si llegasen a ser vistas como ondas en un osciloscopio, tendrían “crestas” cada vez más altas y agudas, seguidas de “valles” cada vez más largos y profundos), productos naturales de su insensatez y codicia, a más de su negligencia supina, “la gente” pasa de una vida “extrema” a otra “extrema y dura”. En suma, pasa en alas de un mal sueño a una horrible pesadilla, vale decir, de la “burguesía extrema” a la “Nomenklatura en Extremadura”.  ¡Mecáchis!...






[1] Marx, Carl y Engels, Federico; Manifiesto del Partido Comunista. LA BURBUJA EDITORIAL. Caracas, 2002. Pág.5.

domingo, 26 de marzo de 2017

“Negros”, “Judíos”, “Democracia” y “Bienestar”: el renacer del egoísmo...

“La tolerancia es un requisito indispensable para la democracia. La democracia es consustancial al Estado de Bienestar. La existencia del Estado de Bienestar es directamente proporcional a la existencia de la democracia. Cuando el Estado de Bienestar decrece, decrece la democracia y por ende decrece la tolerancia.”

El conjunto de proposiciones previas bien podría configurar una hipótesis (o acaso varias) susceptibles de enjundiosos trabajos de investigación. En este artículo y como conjunto, lo utilizaremos precisamente así, esto es, como un “conjunto de proposiciones” que sirvan al propósito del debate sobre el racismo, la democracia y el bienestar, especialmente en Europa y América del Sur, dónde está empezando a retoñar con algunas expresiones equivalentes.

Con el fin de la Segunda Guerra Mundial, la derrota del Nazi-Fascismo y la aplicación extensiva del Plan Marshall, Europa y, en cierta medida, América del Sur, comenzaron a ser sujetos de la imposición de un modelo económico, político y social que surge de los acuerdos entre las potencias victoriosas. A los países (o lo que quedó de aquellos) y pueblos bajo la ocupación del Ejército Soviético, les toco el modelo político, económico y social que impulsaba el Socialismo creado bajo la égida de Stalin. A los países ocupados o bajo la vigilancia, observación o sometimiento de las potencias occidentales, les tocó asumir el modelo político, económico y social que impulsaban los Estados Unidos de América (el país realmente vencedor), la Gran Bretaña y Francia.

África seguía estando bajo la ocupación colonial de las potencias imperiales europeas y América del Sur seguía siendo el “patio trasero” de los Estados Unidos. En ambos territorios, así como en Europa y los Estados Unidos, vivían entonces dos grandes “minorías raciales”: los negros y los judíos. El impulso económico que permitió, en los años de post-guerra, “distribuir” en cierta medida la riqueza, hizo disminuir tensiones y ocupar al mundo en su reconstrucción, un negocio pingüe en el que banqueros, industriales y comerciantes se empeñaron con tesón. Sin embargo, en los Estados Unidos de América, el mismo que se erigía como el “Campeón de la Democracia”, el racismo sureño hacia los negros, aun habiendo peleado en la guerra y el rechazo hacia los judíos, un poco más soterrado por los alcances de la guerra y el monstruo de la Shoa, pero además por el poder económico de los hebreos en la industria y la banca norteamericanas, se mantuvo. Son ya históricas la lucha del Rabino Goldstein contra la “cuota judía” en las universidades norteamericanas y las de Martin Luther King por los derechos civiles de los negros en los Estados Unidos, especialmente el separatismo racial en el sur.

Pero con el avance del Estado de Bienestar, cuando se arriba a la décadas de los años ochenta y noventa del siglo XX, la liberación de las colonias europeas en África, la expansión económica, la rutilancia judía en la industria, comercio y ciencia norteamericana, junto la práctica supremacía negra en el mundo del deporte y el espectáculo (el cine, el teatro, la televisión y la música) disminuyen ese “racismo” militante y hacen pensar que el discurso “tolerante” de la democracia, se ha asentado por sus fueros. La humanidad parecía haber avanzado en la comprensión de la democracia y la tolerancia, reiteramos, como su requisito indispensable.

Todo eso parece estar cambiando. En 2008 comenzó el lento descenso de la economía capitalista. Frente a una población cada vez más creciente, una disponibilidad de recursos naturales y materiales también en descenso, una indisponibilidad cada mayor de recursos energéticos de fácil extracción, frente a una ralentización de la economía en los países centrales, unida una pasmosa mediocridad de los llamados líderes mundiales y la agudización de los conflictos sociales por el crecimiento galopante de la pobreza, el Estado de Bienestar retrocede y con él, el discurso de la “democracia tolerante”.

Simultáneamente, los países más importantes de la UE así como los Estados Unidos (más bien sus gobiernos que no sus pueblos) se lanzaron en una suerte de “cruzada” para tratar de “abaratar a la fuerza” los recursos hidrocarburíferos del planeta, iniciando guerras intestinas mediante el apoyo a organizaciones radicales locales o atacando directamente a países árabes islámicos, buscando la imposición de gobiernos títeres que le permitiesen operar en sus territorios con abierta libertad no solo para extraer el petróleo, sino para comercializar y distribuir a precios consistentes con sus intereses financieros proyectados.  Esta política trajo como consecuencia la destrucción de la forma de vida de esas naciones, su disolución institucional y, como consecuencia, una diáspora de pueblos que en procesiones interminables, tratan de allegarse a los países europeos dónde la propaganda de años ha hecho creer se trata de “sociedades estables y felices” porque son “sociedades democráticas y tolerantes”.

Craso error. Esas diásporas no han encontrado otra cosa que sociedades cerradas, temerosas de la pérdida de su nivel de vida, nivel que ya ven peligrar por la ralentización de sus economías en virtud  del retroceso del Estado de Bienestar. Pudiera ser similar a la sensación que produce huir de un barco que se hunde para ser rescatado por otro, que busca con desesperación salvarse del naufragio, por lo que mira a quienes rescata más como “enemigos” que como “náufragos” que merecen ayuda. Y el fantasma de los “negros” y los “judíos”, regresa con su carga de miedos. Por un lado, gente con costumbres religiosas cerradas, excluyentes, arrogantes e individualistas (esta vez el  también semítico Islam), y por la otra, gente sin disciplina, sin el valor trabajo colectivo como égida,  también individualistas y violentos por haber vivido en una suerte de pobreza crónica (los negros africanos). Lo peor de ambos mundos, que es lo que siempre se ve; no se ve lo bueno, en los “judíos”, por ejemplo, los antisemitas siempre miraron lo peor de las características de un pueblo, no su valentía, su tesón y su adscripción al valor trabajo como puntos cardinales. Y de los “negros”, su alegría, su creatividad y su enorme fuerza física.

Todo lo contrario. Las sociedades de los llamados “países felices” ven con temor la pérdida potencial de todas aquellas estructuras (valores, creencias e intereses) que les han permitido tener una vida muelle hasta ahora. Y lo vemos en los militantes de la AFD alemana, en los nacionalistas de Le Pen en Francia, también los autodenominados “patriotas” austríacos o los “nacionalistas” holandeses. Ante el retroceso del Estado de Bienestar, el discurso tolerante de la democracia, vuela con él. “La culpa es de los migrantes y la blandenguería de nuestros gobiernos, amenaza con hacernos perder nuestra sagrada identidad”. Cierta justificación pudiese tener esa actitud; la creciente existencia de esos “otros” en “nuestros predios” si llegase a ser de naturaleza amplia, pudiese no solo acabar con “nuestra estructura institucional” sino con aquello en lo que creemos y ha permitido sobrevivir a “nuestra sociedad”. Habría que cuantificar científicamente ese daño hasta ahora y desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial.

Pero lo que resulta inadmisible, es que lo veamos en pueblos comunes, histórica y socialmente, como en América del Sur. La delincuencia que crece en todas nuestras naciones, en virtud de nuestra pobreza crónica y de la sempiterna corrupción que caracteriza nuestros gobiernos, se mueve con asombrosa libertad entre nuestras fronteras, haciendo que se muden a “mercados” más favorables a sus fechorías con historial más “blandengue” respecto de las sanciones, porque ciertos delitos se desconocen en algunas de nuestras latitudes. Por otra parte, las asimetrías en educación y experiencias laborales, convierten muchas veces a los “nacionales” en fuerza de trabajo “obsoleta y cara” respecto de aquella que viene de otras tierras, "mejor preparada y dispuesta a cobrar cualquier salario". Todo esto ha configurado, junto al retroceso definitivo del Estado de Bienestar, un cóctel peligroso entre miedo, racismo y xenofobia. El discurso débil de la democracia en nuestra región, muere de intolerante inanición o peor: por la fuerza de una evidencia empírica que confirma las más temibles sospechas.

Pero cabe preguntarse: ¿Acaso no tienen razón los pueblos que reciben atracadores dominicanos, moto-banquistas, narcos y sicarios colombianos, así como estafadores y tratantes de blancas venezolanos? Y por otra parte ¿Tienen derecho dominicanos comunes, panameños de a pie, colombianos de la cotidianidad, que vivieron en todos los demás países y fueron recibidos (por ejemplo en Venezuela) con los brazos abiertos y sin distingos de color y raza, mirar a los “negros” o “judíos” venezolanos, como ciudadanos de tercera, criminales o portadores de peligros potenciales? La respuesta es difícil y peliaguda, y constituye el centro de un debate que el mundo pareciese no querer dar, porque todo el discurso de la “democracia tolerante” se vendría abajo con la fuerza de la hipócrita vacuidad con la que se ha construido, gracias a los ingentes recursos financieros que proveyó, en su momento, la gloria del Estado de Bienestar.

La Pax Octaviana ha terminado. Las caretas se han caído con la fuerza del manotazo que inmisericorde, da la pobreza. Estamos viendo el verdadero rostro humano y el viraje de los discursos hacia un nacionalismo que solo se exacerba, si favorece los intereses de los grandes centros financieros mundiales. Buenos días egoísmo, bienvenido a tu nuevo amanecer…





jueves, 2 de marzo de 2017

“Temperamentos”, Política y “Realpolitik”: el “calvario” de nuestra “institucionalidad republicana hispanoamericana”.

En las tres primeras opciones de significados que nos muestra el Diccionario de la Real Academia Española, respecto del vocablo “temperamento”, la muy ilustre fuente ofrece por tales “el carácter, manera de ser o de reaccionar de las personas; la manera de ser de las personas tenaces e impulsivas en sus reacciones; y la vocación o aptitud particular para un oficio o arte”. De manera que se trata del carácter o la manera de reaccionar, en particular las personas tenaces e impulsivas y, finalmente, la aptitud o vocación para un arte u oficio. Si tratáramos de construir un concepto acerca de un “temperamento hispanoamericano” podríamos aventurarnos en decir que se trata de nuestra “manera de reaccionar, por nuestro carácter, propio de personas tenaces e impulsivas, que tenemos la aptitud, la actitud y, más allá, la vocación para el ejercicio de nuestros artes y oficios, precisamente desde esa perspectiva tenaz e impulsiva”.

Independientemente de este ejercicio etimológico, para todos los científicos sociales son ampliamente conocidos los enjundiosos estudios que sobre “el temperamento hispanoamericano”  han hecho importantísimas figuras de la Psicología Social y la Sociología (en aplicaciones específicas tanto  de la Teoría Social como de la Etnografía) por lo que esta aventura conceptual hecha por nosotros al inicio, cae aparatosamente por tierra en tanto “valor científico enjundioso”. Pero lo que aspiramos, en estas modestas líneas, no es establecer un neologismo o una nueva óptica para mirar una de las causas de grandes desvelos en nuestras tierras; no, no se trata de eso. Lo que intentamos es establecer una suerte de definición del “temperamento hispanoamericano” y su relación con lo que llamamos (no sin cierta grandilocuencia) “institucionalidad republicana”, construcción ilocucionaria que adorna con frecuente obsesión el discurso político hispanoamericano.

Los fundadores de nuestra “Patria Hispanoamericana”, a saber (y nunca huelga mencionarlos) el Libertador Simón Bolívar, el General José de San Martín, el General Bernardo O’Higgins, el General  José Gervasio Artigas, el Cura Miguel Hidalgo y Costilla, el General Ignacio Allende, el General Francisco Morazán y el Licenciado Benito Juárez, por nombrar los más conspicuos (y a quienes además siempre, en cuanto ejercicio escritural nos ocupamos, nos produce muchísimo beneplácito mencionarlos) se empeñaron en las instituciones republicanas para la construcción de las naciones libres por las cuales, literalmente, “largaran el pellejo”. Congresos, Poder Público tripartito, el afán por la representatividad colectiva y la reivindicación de los “pueblos”, fueron las preocupaciones de los “padres fundadores” aunque, algunos de ellos, por otras razones y tras los embates de ese “temperamento hispanoamericano”, terminaran decantándose por las “Presidencias Vitalicias” o arrestos monárquicos idealizados en “Principados Latinoamericanos” o, finalmente, abiertas “Dictaduras”.

Ese afán “republicano” terminó por perseguir a cuanto líder carismático se colocase al frente de nuestras inúmeras turbamultas, a lo largo de nuestra sangrienta historia, ofreciendo siempre a los pueblos, en un eterno delirio civilizatorio, las “bondades” de la “República Liberal Moderna” que un día se vistiese de “Positivista” y que al llegar a nuestras tierras el lenguaje político marxista, plétora de vindicación y justicia social, trocose en “República Popular Revolucionaria” arrastrando a los millones de preteridos que han hecho parte de nuestras desvalidas poblaciones, hacia el sueño del “paraíso socialista”, solo para arribar al puerto de las desesperanzas, en una nave más de desengaño.

Un curso equivalente ocurrió con el “afán democrático”. Tras el triunfo de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de asegurar los territorios bajo su influencia y la imposición mundial de un modelo económico, político y social, bajo un marco retórico, también civilizatorio, que ofrecía la vieja impronta de las “Democracias Anglosajonas” tan fortalecidas a lo largo del Siglo XX por el convincente discurso político de distinguidos estadistas como Sir Winston Churchill (en oposición a aquel del “imperio soviético en avanzada", como solía Churchill advertirlo) se les ofreció a nuestros pueblos la posibilidad de alcanzar “el maná del cielo” sin esperar que cayera, solo construyendo en nuestros predios “sistemas democráticos representativos”. Como nuestros “padres fundadores” se obnubilaron un día por el “afán republicano”, estos nuevos “re-fundadores” y por oposición a sus “enemigos revolucionarios pro-soviéticos”, además en sintonía con los intereses del poderoso vecino del norte, se empeñaron en el “afán democrático”, cornucopia de la fortuna pletórica de “representatividad, alternabilidad y responsabilidad”.

La “política” restó valor a los “sables” y a los “trapos rojos”. La “retórica institucional”  y los“votos” pretendieron suplir a las “balas” y al  “arresto tumultuario a bordo de tanques de guerra”; y los congresos, los pesos y contrapesos, “Ejecutivos, Legislativos y Judiciales” de igual ponderación e independencia institucional, llenaron el discurso político hispanoamericano, por oposición a la “vindicación” revolucionaria que, mediante “dictaduras proletarias” y “propiedad popular” pretendían sus contrapartes socialistas presentar como “el paraíso terrenal” redivivo en estas tierras. Y los pueblos fueron entonces mudos testigos de este ping-pong de discurseo inútil, en pos de la “creación paradisíaca”  que ayuna de acción y de realizaciones, víctima por lo general de la inacción, terminara reproduciendo una nueva oportunidad para “el sable y el cañón” cada vez que la situación se hiciera en particular difícil, siempre por cierto convocados por  aquellos quienes, previamente, se rasgaran la vestiduras en aras de la “democracia representativa” o la “revolución popular”.

Pero existen en relación a toda esta reflexión, grandes y sustantivas interrogantes: ¿Está nuestro “temperamento hispanoamericano” adaptado a la política, tal y como se concibe en las “democracias anglosajonas”? ¿Es nuestra “institucionalidad republicana” entendida por nuestros pueblos, tal cual pudiese hacerlo, por ejemplo, el pueblo inglés? ¿Existe realmente la institucionalidad en nuestras naciones o es apenas un remedo parcial de lo que debería ser? ¿Entendemos el significado vital de la existencia de la institucionalidad de cara a la supervivencia de nuestras naciones como Estados soberanos?

Tales interrogantes parecen preocupar solamente a quienes tenemos por oficio la Ciencia Política, posiblemente a un nutrido grupo de Sociólogos Políticos y, acaso, a buen número de Economistas, sean políticos o clásicos, pero no pensamos hagan parte de las preocupaciones cotidianas de nuestros pueblos y menos en quienes hacen de "la política un oficio”. La “Realpolitik”, más que la “Política” (así con “p” inicial en mayúscula) preocupa a nuestros políticos de oficio, así como a los “militares políticos de ocasión”. El alcance y la conservación del poder político, por el poder mismo, además de su usufructo pecuniario conveniente, son las “pesadillas” reales de quienes viven de (y por) aquel. La “institucionalidad” sea “revolucionaria” o “democrática”, tiene la doble existencia que le confieren la retórica o la oportunidad, pero es un hecho que no goza de la solidez que se requiere para mantener “Estados vivos”. La mejor manera de probarlo es mirarlo al través del ejemplo.

En Inglaterra existe el Parlamento desde hace más de 600 años. En los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, hubo elecciones en Gran Bretaña. En plena conferencia de Postdam (1945) en la que se decidía el futuro de Europa, luego de la derrota del Hitlerismo, Winston Churchill, el Primer Ministro que había conducido el esfuerzo político y de guerra por cinco años, fue derrotado en las elecciones generales, pasando a ser Clement Atlee, líder del Partido Laborista inglés, además el partido de ideario totalmente contrapuesto al de Churchill, Primer Ministro de la Gran Bretaña. Ni siquiera la guerra pudo interponerse a la marcha de la institucionalidad. El último Secretario de Defensa del Presidente Barack Obama, habría trabajado en el Departamento de Defensa por más treinta años, lo que implica que un “candidato” surgido de la institucionalidad, fue considerado para el ejercicio de un cargo “político” por sus cualidades “institucionales”. En Suecia, una monarquía constitucional de corte socialista, el Rey no puede destituir al Primer Ministro: es una potestad del Parlamento. Y en China, aun estando sujeta al dominio exclusivo del Partido Comunista, solo los miembros electos por el Buró Político en pleno, pueden acceder a cargos públicos de alto nivel. El Buró Político es electo por el Comité Central y el Comité Central por la Asamblea del Pueblo, organismo de representación colectiva, elegido en las cabezas provinciales. Esta “institucionalidad” por arbitraria que parezca, ha subsistido a pesar de las situaciones “difíciles” por las que ha pasado el sistema político chino, aún ante la guerra contra el invasor japonés. Son cuatro “temperamentos” distintos y en disímiles tiempos históricos, enfrentados al dilema de conservar la “institucionalidad” para preservar al “Estado”.

Nuestro “temperamento hispanoamericano” actúa de manera distinta. La institucionalidad es maleable, plástica, mutante según sean los sistemas políticos, los partidos que lo dirijan o el gamonal de turno que los haya asaltado, sea por vía de manu militari o, incluso, electoral. De variado "pelaje" o "fronda", dada la impresionante fertilidad que tenemos en materia de estos especímenes “agropecuarios”, porque unos son cuasi o totalmente bestiales en sus comportamientos y otros, por el contrario, se limitan a “echar raíces” para crecer gracias al sustrato que les provee el usufructo sistemático y permanente del erario público, han sido protagonistas de nuestra historia política, en particular en los tiempos que corren y más allá de esas "institucionalidades" que tanto se precian en construir.

“Institucionalidades” que se invocan con base a “ordenamientos constitucionales” también de masa flexible, que admiten las más variadas formas e interpretaciones, en los más extraños momentos de nuestros quehaceres nacionales. Así, basta que un gobierno de una facción sea defenestrado “por vía constitucional” para que aquel que adviene con la que arriba al poder, “cambie”, “destruya” y, por consiguiente, “deje cesante” a cuanto funcionario haya hecho algo de carrera con la anterior. Salvo los casos de Chile (no obstante la larga y corruptora interrupción de Pinochet) y Colombia, que han mantenido sus estructuras institucionales en el tiempo, en el resto de nuestro continente suele suceder lo mismo: el que viene, terminado su turno, “se va y se lleva todo consigo”, y si así no lo hiciere que “Dios, la Patria y el Pueblo se lo exijan” para continuar con la misma “metamorfosis institucional” permanente, de la que parecen alimentarse buena parte de quienes “en guardia” suelen añorar estos cambios.

Y gracias a esta forma “tenaz e impulsiva” de aproximarnos, mirar e interpretar nuestra realidad, donde pareciese que lo único importante son los intereses de grupo, la avidez partidaria y el reparto sin contemplaciones de la cosa pública, como si se tratase de una suerte de “botín de guerra” (acaso por nuestra impronta guerrera), carecemos de instituciones estables y formales, nuestros pueblos poco o nada las respetan (de conocer su existencia) y la conciencia de un verdadero “Estado Nacional” solo existe como fórmula patriotera en nuestra vacua retórica de ocasión, tiznada de hipócrita y carbonífera onomástica. Mientras “la institucionalidad” exista solo con el único propósito de suministrar una “atalaya” a la que asaltar de tiempo en tiempo, nunca saldremos de la pobreza material, cultural e intelectual que condena a nuestros pueblos, no obstante la ingencia de recursos naturales que poseamos. Entre "dictadorzuelos", simulaciones de “presidentes democráticos”, “líderes revolucionarios mesiánicos” y “gamonales de machete, morrión y charretera”, corruptos, ladrones y conculcadores de las libertades públicas, engañadores de oficio y cuenteros de camino, estaremos condenados a vivir, más bien, diríamos nosotros, a morir inexorable y lentamente...