jueves, 19 de enero de 2017

“Revoluciones” y “Procesos Electorales”: encuentros y desencuentros…

La “Revolución”, vocablo proteico que ha signado la historia latinoamericana durante dos siglos. “Revolución Liberal”; “Revolución Federal”; “Revolución Nacionalista”; “Revolución Libertadora”; “Revolución Sandinista”; “Revolución Cubana”; y, últimamente, “Revolución Bolivariana”, son algunos de los grandilocuentes epítetos bautismales de muchos de nuestros procesos políticos en América Hispana. Llenas de mucho ejercicio discursivo de variopinta ideología, que transita desde un liberalismo de cuño propio a re-interpretaciones socialistas de factura local, lo proteico les viene de la multiplicidad de significados que les atribuyen sus líderes y creadores.

La “Revolución”, en sana teoría política, podría asumir dos grandes personalidades, más allá de su carga ideológica; una que le confiere la condición de “nuevo comienzo” desde la perspectiva de la Re-Evolución, esto es, el re-inicio de un camino que, por la “traición” de sus “ideales primigenios” por parte de alguno o algunos de sus iniciales fundadores o protagonistas, se hubiese abandonado. Y la otra, la concepción tradicional: el “revolver” todo para construir un “nuevo comienzo”, radicalmente distinto, lo que supone la destrucción de lo anterior y la construcción de un “mundo nuevo” que implica, además, la creación de un “hombre nuevo”. Las ideologías radicales suelen ser la base doctrinal de su existencia, contimas si ellas implican la lucha frontal contra los protagonistas de la “traición” o del “viejo camino” mediante la construcción de una sólida argumentación filosófica que permita su definición formal como “enemigos a derrotar”. La evidencia empírica parece confirmar, paradójicamente, que, cualquiera que sea, ambas concepciones terminan desembocando en el mismo pozo pletórico de “vicios nacionales”, cuya condena como conductas propias de los gobernantes de turno, acaso las detonara, siendo replicadas finalmente por “personajes revolucionarios” peores que aquellos que un día fuesen “condenados” por sus “comportamientos deleznables e inmorales”.

Pero los constructos revolucionarios de más actualidad, como lo son la Revolución Ciudadana en Ecuador, la Revolución a secas de Bolivia, la Revolución Bolivariana en Venezuela y la Revolución Sandinista en Nicaragua, son de naturaleza más proteica (si se nos permite la construcción) que aquella dominante en sus hermanas de otros tiempos. Tratan desesperadamente de hacer convivir prácticas propias de las Democracias Representativas Occidentales Contemporáneas (producto del triunfo estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, que implica una sociedad de clases, aposentada sobre el Capitalismo como sistema económico, con un régimen democrático como forma de gobierno, lo que supone a su vez la división de poderes, la libre elección de algunos niveles funcionariales y la representación parlamentaria de las mayorías) con los arrestos revolucionarios totalitarios (tanto ideológicos como políticos) propios de los Estados Socialistas surgidos del llamado Socialismo Real. Con un discurso político de lenguaje (también político e indispensable para la existencia del discurso) marxista o de corte marxista, se habla sin embargo de constituciones, leyes y procesos electorales, al mejor estilo de la "democracia burguesa" y en nombre de "la libre manifestación de la voluntad de los pueblos”.

Pero las interrogantes que se nos plantean estriban en la consustancialidad de los procesos electorales (sobre todo la voluntad que empuja a esos procesos) y el concepto mismo de “Revolución”, esto es y de manera más formal ¿Son los procesos electorales consustanciales a las Revoluciones? ¿Es posible hoy día hablar de ellos en contextos auto-definidos como revolucionarios? ¿Dónde se “encuentran” y dónde se “desencuentran”? En Venezuela, por ejemplo y en el período comprendido entre los años 1928 y 1945, “lo revolucionario” encarnaba esencialmente “lo electoral” y habiendo llegado“los revolucionarios” finalmente  al poder (por cierto mediante una acción militar de fuerza contra un gobierno democrático) aquello que mostraron como uno de los pendones principales de sus conquistas, fue la realización de un proceso electoral (1947), consagrado como derecho constitucional, ejercido al través del voto libre, universal, directo y secreto. Pero en este caso resultaba “revolucionario” (en el sentido de romper con el pasado y crear un mundo nuevo) pensar y construir “lo electoral”; el derecho a elegir y ser elegido extendido a toda la población por igual, se veía como algo imposible, en el peor de los casos, o extemporáneo, en el mejor, por parte de quienes detentaban el poder desde hacía casi 50 años. De modo que la “Revolución” reivindicaba ese derecho conculcado (según los “revolucionarios”) por la “oligarquía gobernante”.

Pero cuando un proceso político se bautiza como “Revolución” no implica una “existencia pasajera”; se trata de “permanecer para cambiar” o “para iniciar un camino sin retorno”. Los ordenamientos constitucionales que consagran el derecho a elegir, en el contexto de democracias con gobiernos representativos, alternativos y responsables, suponen la existencia de partidos políticos, de ideología diversa y, por ende, de programas igualmente diversos con la misma diversidad de candidaturas personales, con libre acceso a los cargos públicos y que resulten de la de libre elección popular, en la oportunidad de realizarse los procesos electorales correspondientes. La existencia de tales supuestos teóricos, también implica que un partido político de un signo contrario (tanto en lo ideológico como en lo político) pudiese, presentándose de manera legítima y legal a la justa electoral, derrotar a quienes gobiernan. Lo único común entrambos contendientes (de tratarse de al menos dos) es la existencia de un marco Constitucional compartido y aceptado por todos, como la máxima expresión de un pacto de convivencia nacional.

Pero en una “Revolución”, esto es, un proceso político bautizado con ese nombre, pero aún más, concebido en ese entendimiento, no va a cambiar su rumbo (sea “re-evolución” o sea “revolución”) porque, de hecho y por definición, no puede hacerlo: las Revoluciones llegan para quedarse. Así las cosas, el primer encuentro con el proceso electoral como práctica ciudadana (acaso el único) está en el “proceso electoral” como “proceso mismo”, esto es, en una “Revolución” se vota “por alguien” pero no “por algo”, como en el caso concreto de la actual República de Cuba. Los candidatos son del mismo partido y la misma ideología de la “Revolución”. Existe el ejercicio del derecho en tanto “la elección en sí misma” pero no en su concepción “amplia, universal y secreta”. La amplitud está“restringida al partido y la ideología que sostenga a la Revolución”; la “universalidad” al“universo candidatural y territorial” de los aspirantes (militantes además del único partido) y sus lugares de origen; y la categoría de "secreto” habitando en la intimidad del ejercicio del acto: nadie ve por quién vota el elector.

En la “Revolución”, la “oposición política” siempre será “invalidada” por alguna razón; luego irremediablemente “ilegalizada y perseguida”; y, finalmente, “extinguida” a través de cualquier procedimiento, primero político, luego legal y finalmente material. Y he aquí el principal desencuentro: en el contexto de una “Revolución” quienes pretendan enfrentarla por las vías “constitucionales” siempre estarán en desventaja por cuanto las concepciones son radicalmente distintas y mutuamente excluyentes. El “constitucionalista de corte demoliberal” se concibe como una “opción política” con derecho a elegir y ser elegido; el “Revolucionario” tiene una visión unívoca, ideológicamente totalitaria y teleológica respecto de su “destino manifiesto revolucionario”, más allá de sus intereses materiales y de poder, que, en todo caso, existen como ínsitos vicios nacionales latinoamericanos tanto en unos como en otros.  Y si ambos alguna vez convinieron en un pacto “constitucional”, no pasó de ser una mera figura estratégica de momento porque “puesta en marcha la Revolución, nada ni nadie podrá detenerla”. De allí que si se realizan procesos electorales en los países bajo la égida de una “Revolución” estos serán “limitados”, “constreñidos” y, en última instancia, más temprano que tarde, “amañados” (eufemismo por no decir “abiertamente fraudulentos”).


Los “relanzamientos”; las “repeticiones candidaturales”; “las extensiones emergentes de mandatos” vía “sentencias de cortes o tribunales supremos”; “las obsesiones re-eleccionarias”; “las suspensiones de procesos electorales locales” así como su “postergación indefinida” serán propias de las naciones bajo“égidas revolucionarias”, porque “la marcha de la Revolución”, reiteramos, por definición, no puede detenerse y, en tal sentido, no puede haber cambios de ninguna naturaleza. La Revolución no es una “elección”: es un mandato inexorable y solo la guerra civil puede deponerla. Y este curso bélico de acción, siempre se sabe cuándo comienza pero jamás cuando y a que costo termina. “Vivir políticamente” como adversario de una “Revolución”, dentro de ella, implica dos opciones: resistir, muriendo en el intento, o aceptar y rendirse. La decisión definitiva es precisamente “cuestión de elección”. No hay otra opción...

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