La “Revolución”, vocablo proteico que ha signado la historia
latinoamericana durante dos siglos. “Revolución
Liberal”; “Revolución Federal”; “Revolución Nacionalista”; “Revolución Libertadora”;
“Revolución Sandinista”; “Revolución Cubana”; y, últimamente, “Revolución
Bolivariana”, son algunos de los grandilocuentes epítetos bautismales de
muchos de nuestros procesos políticos en América Hispana. Llenas de mucho
ejercicio discursivo de variopinta ideología, que transita desde un liberalismo
de cuño propio a re-interpretaciones socialistas de factura local, lo
proteico les viene de la multiplicidad de significados que les atribuyen sus
líderes y creadores.
La “Revolución”, en sana teoría política, podría asumir dos grandes
personalidades, más allá de su carga ideológica; una que le confiere la
condición de “nuevo comienzo” desde
la perspectiva de la Re-Evolución,
esto es, el re-inicio de un camino que, por la “traición” de sus “ideales
primigenios” por parte de alguno o algunos de sus iniciales fundadores o
protagonistas, se hubiese abandonado. Y la otra, la concepción tradicional: el “revolver” todo para construir un “nuevo comienzo”, radicalmente distinto,
lo que supone la destrucción de lo anterior y la construcción de un “mundo nuevo” que implica, además, la
creación de un “hombre nuevo”. Las
ideologías radicales suelen ser la base doctrinal de su existencia, contimas si
ellas implican la lucha frontal contra los protagonistas de la “traición” o del “viejo camino” mediante la construcción de una sólida argumentación
filosófica que permita su definición formal como “enemigos a derrotar”. La evidencia empírica parece confirmar,
paradójicamente, que, cualquiera que sea, ambas concepciones terminan desembocando en el mismo pozo pletórico de “vicios
nacionales”, cuya condena como conductas propias de los gobernantes de turno, acaso las detonara, siendo replicadas finalmente por “personajes revolucionarios” peores que
aquellos que un día fuesen “condenados”
por sus “comportamientos deleznables e
inmorales”.
Pero los constructos revolucionarios de más actualidad, como lo son la Revolución Ciudadana en
Ecuador, la Revolución a secas de
Bolivia, la Revolución Bolivariana en
Venezuela y la Revolución Sandinista
en Nicaragua, son de naturaleza más
proteica (si se nos permite la construcción) que aquella dominante en sus
hermanas de otros tiempos. Tratan desesperadamente de hacer convivir prácticas
propias de las Democracias
Representativas Occidentales Contemporáneas (producto del triunfo
estadounidense en la Segunda Guerra Mundial, que implica una sociedad de clases,
aposentada sobre el Capitalismo como sistema económico, con un régimen
democrático como forma de gobierno, lo que supone a su vez la división de
poderes, la libre elección de algunos niveles funcionariales y la
representación parlamentaria de las mayorías) con los arrestos revolucionarios
totalitarios (tanto ideológicos como políticos) propios de los Estados
Socialistas surgidos del llamado Socialismo Real. Con un discurso político de
lenguaje (también político e indispensable para la existencia del discurso)
marxista o de corte marxista, se habla sin embargo de constituciones, leyes y
procesos electorales, al mejor estilo de la "democracia burguesa" y en nombre de "la libre manifestación de la voluntad de los pueblos”.
Pero las interrogantes que se nos
plantean estriban en la consustancialidad de los procesos electorales (sobre todo
la voluntad que empuja a esos procesos) y el concepto mismo de “Revolución”, esto es y de manera más
formal ¿Son los procesos electorales consustanciales a las Revoluciones? ¿Es
posible hoy día hablar de ellos en contextos auto-definidos como revolucionarios? ¿Dónde se “encuentran”
y dónde se “desencuentran”? En Venezuela, por ejemplo y en el período comprendido entre los
años 1928 y 1945, “lo revolucionario”
encarnaba esencialmente “lo electoral”
y habiendo llegado“los revolucionarios” finalmente al poder (por cierto mediante una acción militar de
fuerza contra un gobierno democrático) aquello que mostraron como uno de los pendones principales de sus
conquistas, fue la realización de un proceso electoral (1947), consagrado como
derecho constitucional, ejercido al través del voto libre, universal, directo y secreto. Pero
en este caso resultaba “revolucionario”
(en el sentido de romper con el pasado y crear un mundo nuevo) pensar y
construir “lo electoral”; el derecho
a elegir y ser elegido extendido a toda la población por igual, se veía como
algo imposible, en el peor de los casos, o extemporáneo, en el mejor, por parte
de quienes detentaban el poder desde hacía casi 50 años. De modo que la “Revolución” reivindicaba ese derecho
conculcado (según los “revolucionarios”)
por la “oligarquía gobernante”.
Pero cuando un proceso político
se bautiza como “Revolución” no
implica una “existencia pasajera”; se
trata de “permanecer para cambiar” o “para iniciar un camino sin retorno”.
Los ordenamientos constitucionales que consagran el derecho a elegir, en el
contexto de democracias con gobiernos representativos, alternativos y responsables,
suponen la existencia de partidos políticos, de ideología diversa y, por ende,
de programas igualmente diversos con la misma diversidad de candidaturas
personales, con libre acceso a los cargos públicos y que resulten de la de libre elección popular, en la
oportunidad de realizarse los procesos electorales correspondientes. La
existencia de tales supuestos teóricos, también implica que un partido político
de un signo contrario (tanto en lo ideológico como en lo político) pudiese,
presentándose de manera legítima y legal a la justa electoral, derrotar a quienes gobiernan. Lo único
común entrambos contendientes (de tratarse de al menos dos) es la existencia de un marco Constitucional compartido y
aceptado por todos, como la máxima expresión de un pacto de convivencia
nacional.
Pero en una “Revolución”, esto es, un proceso
político bautizado con ese nombre, pero aún más, concebido en ese entendimiento,
no va a cambiar su rumbo (sea “re-evolución”
o sea “revolución”) porque, de hecho
y por definición, no puede hacerlo: las
Revoluciones llegan para quedarse. Así las cosas, el primer encuentro con
el proceso electoral como práctica ciudadana (acaso el único) está en el “proceso electoral” como “proceso mismo”, esto es, en una “Revolución” se vota “por alguien” pero no “por algo”, como en el caso concreto de la actual República de Cuba. Los candidatos son del mismo
partido y la misma ideología de la “Revolución”.
Existe el ejercicio del derecho en tanto “la
elección en sí misma” pero no en su concepción “amplia, universal y secreta”. La amplitud está“restringida al partido y la ideología que
sostenga a la Revolución”; la “universalidad” al“universo candidatural y
territorial” de los aspirantes (militantes además del único partido) y sus lugares de origen; y la categoría de "secreto” habitando en la intimidad del
ejercicio del acto: nadie ve por quién
vota el elector.
En la “Revolución”,
la “oposición política” siempre será “invalidada” por alguna razón; luego
irremediablemente “ilegalizada y
perseguida”; y, finalmente, “extinguida”
a través de cualquier procedimiento, primero político, luego legal y finalmente
material. Y he aquí el principal desencuentro: en el contexto de una “Revolución” quienes pretendan
enfrentarla por las vías “constitucionales”
siempre estarán en desventaja por cuanto las concepciones son radicalmente
distintas y mutuamente excluyentes. El “constitucionalista
de corte demoliberal” se concibe como una “opción política” con derecho a elegir y ser elegido; el “Revolucionario” tiene una visión
unívoca, ideológicamente totalitaria y teleológica respecto de su “destino manifiesto revolucionario”, más
allá de sus intereses materiales y de poder, que, en todo caso, existen como ínsitos vicios nacionales latinoamericanos tanto en unos como en otros. Y si ambos alguna vez convinieron en un pacto
“constitucional”, no pasó de ser una
mera figura estratégica de momento porque “puesta
en marcha la Revolución, nada ni nadie podrá detenerla”. De allí
que si se realizan procesos electorales en los países bajo la égida de una “Revolución” estos serán “limitados”, “constreñidos” y, en última instancia, más temprano que tarde, “amañados” (eufemismo por no decir “abiertamente fraudulentos”).
Los “relanzamientos”; las “repeticiones
candidaturales”; “las extensiones emergentes
de mandatos” vía “sentencias de
cortes o tribunales supremos”; “las
obsesiones re-eleccionarias”; “las
suspensiones de procesos electorales locales” así como su “postergación indefinida” serán
propias de las naciones bajo“égidas
revolucionarias”, porque “la marcha
de la Revolución”, reiteramos, por definición, no puede detenerse y, en tal
sentido, no puede haber cambios de ninguna naturaleza. La Revolución no es una “elección”: es un mandato inexorable y solo la
guerra civil puede deponerla. Y este curso bélico de acción, siempre se sabe cuándo comienza pero
jamás cuando y a que costo termina. “Vivir políticamente” como adversario de
una “Revolución”, dentro de ella, implica dos opciones: resistir, muriendo en
el intento, o aceptar y rendirse. La decisión definitiva es precisamente
“cuestión de elección”. No hay otra opción...
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