Maurice Duverger en su texto
titulado “Los partidos políticos”,
identifica expresamente al “militante”
como aquel miembro del partido que acude a todas las reuniones, participa de
todas las actividades de masas (si se tratase de un partido de este tipo),
colabora en todas las tareas proselitistas o ideológicas, así como en todas
aquellas destinadas al fortalecimiento organizativo, haciendo énfasis en su “dedicación denodada”, “lealtad” y “espíritu de sacrificio”; es, en suma, quien se “entrega en cuerpo y alma” a la vida
partidista. Esta condición acaso es vista en nuestros predios con cierta
laxitud, pero es inequívocamente cierto que este tipo de “militante partidista” hace vida en nuestras organizaciones
políticas suramericanas.
Rómulo Betancourt Bello, sin
sucumbir a la exegesis, es uno de los políticos más completos con los que haya
contado la América del Sur, en la primera (y buena parte de la segunda) mitad
del siglo XX. Para Betancourt era “distintiva”
la actividad política en el quehacer ciudadano y dentro de ella, especialmente
aquella que él definía como “la pugna
interpartidaria”, actividad que ya hemos mencionado en artículos previos,
pero que en este reiteraremos conceptualmente a los fines de su precisión.
Decía Betancourt que “la pugna
interpartidaria” consistía en esa manera “casi animal” de “embestirse
los partidos políticos”, a veces en una suerte de “guerra civil no declarada”, tras la consecución definitiva del
poder político. Pero era enfático en señalar que “la pugna interpartidaria no representaba la totalidad de la política”
sino apenas una parte, acaso la más dolorosa, ingrata y desagradable, pero
dotada de una “inestimable emoción”.
Decía Harold Lasswell,
distinguido científico político estadounidense, que la “gestión pública” era “el
arte, dedicación y oficio” de responder a las inquietudes de la ciudadanía,
en tanto la solución de los “problemas
públicos”, más sencillamente, el electorado esperaba que “la gestión pública resolviera sus
problemas” y si el gestor público electo lo lograba, entonces su gestión
merecía el calificativo de “una buena
gestión”. Y para que la “gestión pública”
resultase calificada como una “buena
gestión” era indispensable la creación de “Políticas Públicas” (más tarde en Ciencia Política, integradas, en
virtud de los trabajos de importantes investigadores como el inglés Wayne
Parsons, dentro de un constructo teórico más elaborado, denominado Teoría de
las Políticas Públicas), siendo definidas
como “cursos de acción de la gestión
pública discutidos, diseñados y concertados con las comunidades, para la
solución de los problemas públicos”.
De manera que “la militancia política”, “la pugna interpartidaria” y “la gestión pública” pareciesen poseer
entre sí “diferencias importantes”
más que “distinciones políticas sutiles”.
El “militante” es “militante a dedicación exclusiva”; es
el partido su “vida política”; son
las actividades del partido “su
cotidianidad”; y es la confrontación con sus adversarios, uno de los elementos
fundamentales en su existencia vital; de manera que “militancia y pugna interpartidaria” coexisten en tanto el “militante” es el “soldado” o el “combatiente
denodado” en la “pugna
interpartidaria”. Pero nos preguntamos ¿Puede el militante, una vez electo,
cumplir con las funciones de un gestor público? ¿Hasta dónde sería militante y
hasta que límite gestor público? ¿Cuándo el militante se convierte en
funcionario público electo, acaso no gobierna para toda la comunidad? ¿Cómo
logra el militante-gestor hacer compadecer los intereses del partido con los
intereses de la comunidad? ¿Ponderarán sus adversarios qué califica el
militante-gestor como un problema público y qué no?
En los países occidentales,
poseedores de regímenes demoliberales y que gozan todavía de importantes
beneficios derivados precisamente de la existencia (aunque moribunda) del
Estado de Bienestar, hay una diferencia ostensiblemente visible entre el
funcionario militante del partido que realizó la campaña electoral, aquel que
se enfrentó denodadamente en la pugna interpartidaria y el funcionario que
enfrenta el duro reto de la gestión pública. Asume otra postura y procede, en alguna
medida, a cumplir con la “promesa” de
la solución de los más urgentes problemas públicos. Es bastante posible que no
defina “políticas públicas” como
cursos concertados con las comunidades, pero si es bastante probable que
renuncie momentánea y parcialmente a la militancia, a la pugna estrictamente
interpartidaria, y se consagre a la solución de los problemas públicos que
aquejan a las comunidades, siendo bastante probable también que lo haga más por
su supervivencia política que por el interés “humano y patriótico” de hacer de la vida de sus conciudadanos, una
experiencia mejor.
En nuestras naciones de América
del Sur, más concretamente en Venezuela, no hay manera de que el militante se
desprenda de tal condición en el ejercicio de la gestión pública y que la pugna
interpartidaria salga del debate por y para la solución de los problemas
públicos. El gestor público siempre está “en
campaña”; la solución de los problemas públicos no es prioridad y si acaso
se resolviese parcialmente alguno, las acciones emprendidas para ello terminan
siendo parte de la campaña de autopromoción del gestor público y, del lado
contrario, motivos de carga de dicterios que, disparados como obuses por sus
adversarios políticos, hacen parte de una guerra interpartidaria “cotidiana y permanente” que no cesa
jamás, aún luego de cumplidas las justas electorales.
Las comunidades “eternamente insatisfechas” al no ser
sus “problemas públicos” sujetos de
solución, sirven como “escenarios
convenientes” para la continuación de la “pugna interpartidaria” y ambiente propicio para la construcción de
los indispensables señalamientos en contra del gestor público que, militante al fin,
hace uso frecuente del acto de masas, proselitista e ideológico, para ripostar
a los ataques de sus “enemigos políticos
que insisten en enlodar su gestión y, por ende, la del partido”. Así, el
gestor público no se ocupa de su trabajo funcionarial, sino sigue siendo “un militante en funciones parciales de
gobierno” sin apreciar la diferencia ostensible que existe entre “militancia”, “pugna interpartidaria” y
“gestión pública”. Acaso sea por la incapacidad para determinar con
exactitud dónde radica esta importantísima diferencia, que las instituciones,
en particular las democráticas por definición, son sujetas de la incredulidad
de los pueblos y de la saña de los que buscan otros réditos de y en la ordalía política. “Res non verba” piden las
comunidades… “Alea jacta est” dicen
los políticos una vez electos… “Riquiescat
in pace”…expresan desde el éter de la incuria, las almas en pena de las
instituciones democráticas…
No hay comentarios.:
Publicar un comentario