miércoles, 11 de enero de 2017

Militancia política, pugna interpartidaria y gestión pública: la inobservancia de las diferencias.

Maurice Duverger en su texto titulado “Los partidos políticos”, identifica expresamente al “militante” como aquel miembro del partido que acude a todas las reuniones, participa de todas las actividades de masas (si se tratase de un partido de este tipo), colabora en todas las tareas proselitistas o ideológicas, así como en todas aquellas destinadas al fortalecimiento organizativo, haciendo énfasis en su “dedicación denodada”, “lealtad” y “espíritu de sacrificio”; es, en suma, quien se “entrega en cuerpo y alma” a la vida partidista. Esta condición acaso es vista en nuestros predios con cierta laxitud, pero es inequívocamente cierto que este tipo de “militante partidista” hace vida en nuestras organizaciones políticas suramericanas.

Rómulo Betancourt Bello, sin sucumbir a la exegesis, es uno de los políticos más completos con los que haya contado la América del Sur, en la primera (y buena parte de la segunda) mitad del siglo XX. Para Betancourt era “distintiva” la actividad política en el quehacer ciudadano y dentro de ella, especialmente aquella que él definía como “la pugna interpartidaria”, actividad que ya hemos mencionado en artículos previos, pero que en este reiteraremos conceptualmente a los fines de su precisión. Decía Betancourt que “la pugna interpartidaria” consistía en esa manera “casi animal” de “embestirse los partidos políticos”, a veces en una suerte de “guerra civil no declarada”, tras la consecución definitiva del poder político. Pero era enfático en señalar que “la pugna interpartidaria no representaba la totalidad de la política” sino apenas una parte, acaso la más dolorosa, ingrata y desagradable, pero dotada de una “inestimable emoción”.

Decía Harold Lasswell, distinguido científico político estadounidense, que la “gestión pública” era “el arte, dedicación y oficio” de responder a las inquietudes de la ciudadanía, en tanto la solución de los “problemas públicos”, más sencillamente, el electorado esperaba que “la gestión pública resolviera sus problemas” y si el gestor público electo lo lograba, entonces su gestión merecía el calificativo de “una buena gestión”. Y para que la “gestión pública” resultase calificada como una “buena gestión” era indispensable la creación de “Políticas Públicas” (más tarde en Ciencia Política, integradas, en virtud de los trabajos de importantes investigadores como el inglés Wayne Parsons, dentro de un constructo teórico más elaborado, denominado Teoría de las Políticas Públicas),  siendo definidas como “cursos de acción de la gestión pública discutidos, diseñados y concertados con las comunidades, para la solución de los problemas públicos”.

De manera que “la militancia política”, “la pugna interpartidaria” y “la gestión pública” pareciesen poseer entre sí “diferencias importantes” más que “distinciones políticas sutiles”. El “militante” es “militante a dedicación exclusiva”; es el partido su “vida política”; son las actividades del partido “su cotidianidad”; y es la confrontación con sus adversarios, uno de los elementos fundamentales en su existencia vital; de manera que “militancia y pugna interpartidaria” coexisten en tanto el “militante” es el “soldado” o el “combatiente denodado” en la “pugna interpartidaria”. Pero nos preguntamos ¿Puede el militante, una vez electo, cumplir con las funciones de un gestor público? ¿Hasta dónde sería militante y hasta que límite gestor público? ¿Cuándo el militante se convierte en funcionario público electo, acaso no gobierna para toda la comunidad? ¿Cómo logra el militante-gestor hacer compadecer los intereses del partido con los intereses de la comunidad? ¿Ponderarán sus adversarios qué califica el militante-gestor como un problema público y qué no?

En los países occidentales, poseedores de regímenes demoliberales y que gozan todavía de importantes beneficios derivados precisamente de la existencia (aunque moribunda) del Estado de Bienestar, hay una diferencia ostensiblemente visible entre el funcionario militante del partido que realizó la campaña electoral, aquel que se enfrentó denodadamente en la pugna interpartidaria y el funcionario que enfrenta el duro reto de la gestión pública. Asume otra postura y procede, en alguna medida, a cumplir con la “promesa” de la solución de los más urgentes problemas públicos. Es bastante posible que no defina “políticas públicas” como cursos concertados con las comunidades, pero si es bastante probable que renuncie momentánea y parcialmente a la militancia, a la pugna estrictamente interpartidaria, y se consagre a la solución de los problemas públicos que aquejan a las comunidades, siendo bastante probable también que lo haga más por su supervivencia política que por el interés “humano y patriótico” de hacer de la vida de sus conciudadanos, una experiencia mejor.

En nuestras naciones de América del Sur, más concretamente en Venezuela, no hay manera de que el militante se desprenda de tal condición en el ejercicio de la gestión pública y que la pugna interpartidaria salga del debate por y para la solución de los problemas públicos. El gestor público siempre está “en campaña”; la solución de los problemas públicos no es prioridad y si acaso se resolviese parcialmente alguno, las acciones emprendidas para ello terminan siendo parte de la campaña de autopromoción del gestor público y, del lado contrario, motivos de carga de dicterios que, disparados como obuses por sus adversarios políticos, hacen parte de una guerra interpartidaria “cotidiana y permanente” que no cesa jamás, aún luego de cumplidas las justas electorales.

Las comunidades “eternamente insatisfechas” al no ser sus “problemas públicos” sujetos de solución, sirven como “escenarios convenientes” para la continuación de la “pugna interpartidaria” y ambiente propicio para la construcción de los indispensables señalamientos en contra del gestor público que, militante al fin, hace uso frecuente del acto de masas, proselitista e ideológico, para ripostar a los ataques de sus “enemigos políticos que insisten en enlodar su gestión y, por ende, la del partido”. Así, el gestor público no se ocupa de su trabajo funcionarial, sino sigue siendo “un militante en funciones parciales de gobierno” sin apreciar la diferencia ostensible que existe entre “militancia”, “pugna interpartidaria” y “gestión pública”. Acaso sea por la incapacidad para determinar con exactitud dónde radica esta importantísima diferencia, que las instituciones, en particular las democráticas por definición, son sujetas de la incredulidad de los pueblos y de la saña de los que buscan otros réditos de y en la ordalía política. “Res non verba” piden las comunidades… “Alea jacta est” dicen los políticos una vez electos… “Riquiescat in pace”…expresan desde el éter de la incuria, las almas en pena de las instituciones democráticas…


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