miércoles, 27 de junio de 2018

Inmigración y “sociedades organizadas”: el dilema de la supervivencia frente al discurso de los “derechos humanos”.

Los países europeos tienden a vivir recurrencias temporales, acaso como aquellas que designase Polibio como “Anaciclos” y Gianbattista Vico describiese como volutas de un espiral temporal, también recurrente. Y lo hacen cada vez que enfrentan crisis económicas, políticas y sociales, en la mayoría de los casos, provocadas por su errática política internacional o la avidez de las “ilustres mediocridades” con las que llega a coludirse el poder político.

La Primera Guerra Mundial, mejor conocida a posteriori como la Gran Guerra, fue fruto de una complicada situación política, económica y social, dónde las grandes monarquías absolutas (algunas de ellas verdaderos imperios ultramarinos) venidas de las profundidades de la Modernidad, consolidadas en la Revolución Industrial y fortalecidas por los Estados Nacionales y su expansión militar, se negaban a morir o al menos transformarse para no morir. Hartos además algunos pueblos (como los eslavos, los checos y los húngaros) de hacer parte forzada de imperios extraños étnicamente a ellos, se inquietaban molestos al no ver cambios.

Las nuevas ideologías en crecimiento (la social democracia y el socialismo, por ejemplo) servían de “eficiente mecanismo interpretador” de realidades políticas, que terminaban siendo consonantes con los intereses populares y sus líderes nacidos de aquellas, algunos de ellos francamente pobres intelectualmente pero alimentados por la ira que, irremediablemente, nace del atropello y la exacción continuados. Si a este ambiente añadimos una situación general de carestía material, sin salidas en el horizonte y unos monarcas, lo menos, acomplejados, inhábiles para el mando y bajo el sino de una tara, producto de los cruces entre parentelas familiares consanguíneas (tres de los grandes monarcas europeos de ese tiempo eran nietos de la Reina Victoria, con descendencias además relativas a ella desde algunas de las cónyuges reales), bastaba apenas una pequeña perturbación para desatar un infierno. Y así ocurrió. Gabrilo Prinzip, un servio patriota, miembro de una de esas organizaciones obscuras (La Mano Negra), llevadas por la radicalidad de las ideologías nacientes, atentó contra la vida del Archiduque Francisco Ferdinando y su esposa, matándolos y desencadenado la escalada de un conflicto bélico que, en la práctica, no solo acabó con las monarquías absolutas europeas, sino desató toda la transformación geopolítica del viejo continente.

El tratado de Versalles y sus imprecisiones, la estupidez y la estulticia en el tratamiento de los derrotados (a pesar de las voces que advertían los errores de este curso de acción, entre otros, la del inglés John Maynard Keynes), incubó una segunda gran conflagración. Y junto a ella, a otros líderes amanecidos a la sombra de interpretaciones superficiales de las ideologías rampantes, en medio de las carencias materiales de las grandes mayorías. Benito Mussolini, “Il Fascio” italiano; más tarde en la Alemania postrada, Adolfo Hitler y su NSAP, fueron subproductos de esa combinación explosiva entre crisis económica, pobreza, falta de respuestas de los gobiernos democráticos a las demandas de la población y avidez por un pasado de gloria que, si a ver vamos, no es cierto que hubiesen vivido nunca las grandes mayorías, pero que estos leguleyos de ocasión les hacen ver posible de vivir en alguna ocasión. De hecho, termina siendo así para quienes los siguen ciegamente en unos “movimientos” más de naturaleza criminal y tumultuaria que “partidos políticos” movidos por principios ideológicos, al menos, empíricamente comprobables.

En 1939 reventó la segunda gran guerra y siendo que las naciones había llamado a la primera “la última gran guerra” optaron por llamar a esta simplemente “Segunda Guerra Mundial”. El fascismo y su “hijo natural” el nazismo; los ciegos nacionalismos; la ineficacia política de los gobiernos llamados democráticos para resolver los problemas más ingentes de los pueblos; y la avaricia por la riqueza nacida del usufructo oportuno de lo público, por parte de banqueros e industriales siempre tras la búsqueda de “presas fáciles”, lanzaron al mundo, particularmente al europeo, a una matazón peor, más cruenta, dolorosa y voraz en vidas humanas, que su par de principios de siglo XX.

Europa tardó más cinco lustros (cifra récord si se toma en cuenta el tamaño y cuantía de la destrucción) y los beneficios de un multimillonario (para entonces) Plan Marshall, instrumentado por los Estados Unidos y sus programas de reconstrucción de post-guerra, para alcanzar el tan ansiado Estado de Bienestar y algún grado de paz, que llevó con bien al viejo continente hasta el final del siglo XX.

Trocando la ocupación y exacción imperial del siglo XIX por el “libre comercio” y “pujante capitalismo” del siglo XX, se apropiaron igual de las riquezas de los continentes menos favorecidos, con la complicidad de gobiernos corruptos y funcionarios venales en aquellas naciones que los integraran, quienes, a cambio de su “denodada cooperación con el progreso de la comunidad internacional” recibieran ingentes recursos, armas y pertrechos para mantener a sus países en un práctico y concluyente “régimen de ocupación”. Y así “todos vivieron felices y contentos” sobre los muertos de la rebelión de los Mau-Mau; sobre el cadáver de Patricio Lumumba; auspiciando al General Idi Amin o al Emperador Bocaza; al Coronel Khadaffi o a Sadam Hussein, mientras les convino. Algunos “pueblos” aprovecharon la “oportunidad”, mientras otros, acaso la gran mayoría, perdió el “gran barco del desarrollo” o, definitivamente, lo destruyó o zozobró en el intento de abordarlo.

A finales de la última década del siglo XX, Europa y el mundo se llenaron de “líderes mediocres” otra vez. Una Europa “dormida sobre sus laureles” contempló el ascenso de tipos tan grises como Brown, Mayor y Blair en Inglaterra; Aznar y Rodríguez Zapatero en España; y, como la guinda del pastel, George W. Bush en los Estados Unidos. Bush, un hombre pedestre intelectualmente, de muy pocas luces pero muchos vicios, se empeñó en cambiar el mapa del mundo, a nuestro muy humilde modo de ver, nunca por iniciativa propia sino por el convencimiento reiterado que, sobre él, ejercieran los grandes intereses ocultos que mueven los hilos de la economía mundial. Junto a ese convencimiento, progresó la “conspiración subterránea” aderezada por la existencia incuestionable de grupos radicales alimentados por “nuevas-viejas” intencionalidades políticas, ahora vestidas de turbante, mameluco y Quor’am: el Islam.

Y así llegó el 11 de septiembre, el World Trade Center, los atentados suicidas y la misteriosa caída del Number Seven Federal Building, jamás impactado por avión alguno. Le sobrevino el ataque sobre El Pentágono, perpetrado por un avión misterioso que nadie vio surcar los cielos de Washington, ningún sistema de defensa antiaéreo detectó y lo que es peor aún, no dejó restos sobre el terreno, ni siquiera una turbina maltrecha. Ya los que la querían, al fin, tenían su guerra. Más tarde vinieron con la conseja de las “armas de destrucción masiva” y así comenzó la re-hechura del mapa mundial a la fuerza. Liquidaron a Sadam, quien, dicho sea de paso, reiteramos, adoraron y apoyaron mientras les convino. Dispusieron de Khadaffi, ya demente para cuando así lo hicieron, pero que mientras “fue santo de su devoción” hasta la campaña de un Presidente francés financió. Para, finalmente, desatar el infierno sobre el feudo de Bashar al Assad en Siria, sin lograr nada a cambio porque otros mafiosos del mundo (los rusos) lo apoyan en el genocidio y destrucción selectiva de su propia patria, merced de mutuos intereses particulares.

Ahora ni en África negra, ni en la árabe, ni el Afganistán medio, ni en Pakistán, tampoco en las estribaciones desérticas de la medianía entre Europa y Asia, los pueblos encuentran paz. Miles de refugiados huyen en todas direcciones, especialmente hacia esa Europa que, ayudando y patrocinando a sus crueles gamonales en un principio y mientras les convino, los depusieron luego, aduciendo las “bondades eternas de la democracia, la libertad y el Estado de Bienestar que los pueblos se merecen”, dejando a sus naciones a merced de sus propias pasiones, antaños conflictos sociales, políticos y religiosos nunca resueltos, sumidos en la pobreza, la muerte, la desgracia y la desesperación. Y esa gente, antiguos súbditos de sus viejos imperios decimonónicos, tratan de “volver al futuro” (como la película estadounidense de los viajes en el tiempo), encontrando al final del viaje solo rechazo, odio y puertas cerradas, muchas de ellas clausuradas por vía legal por los nuevos dictadorzuelos europeos mediocres o quienes pretendan llegar a serlo, animados por  “los ciegos nacionalismos y la ineficacia política de los gobiernos llamados democráticos para resolver los problemas más ingentes de los pueblos” ¿Les suena familiar?...

Ahora bien, resulta un hecho concluyente que “la gente común es la gente común” y lo triste es que las maniobras y manejos de estos mandatarios mediocres por trocar la realidad, junto a sus empresarios y banqueros cómplices, hace que “la gente común se enfrente a la gente común”. Los alemanes de Alta Baviera o aquellos que viven en Bonn; los húngaros o los polacos comunes; los austríacos de Viena o los belgas de Lieja que transitan por las calles día a día, tienen lo que podríamos llamar “sociedades organizadas”. La gente cumple con la ley; paga sus impuestos; va a su iglesia los domingos; y luego se entrega a mirar o jugar al fútbol. En Italia y España, los que aún pueden sobrevivir, así también lo hacen. Pero vale la pena preguntarse ¿Qué ocurriría con cualquiera de nosotros sí viviendo en una comunidad limpia, organizada, en paz, llega un día un montón anárquico de personas, que viene del desaseo, que solo conoce de la supervivencia, vale decir, es capaz de todo contra todos solo por preservar la vida? ¿Cómo lo asumiríamos?

Y es aquí dónde sobreviene el conflicto entre la “sociedad organizada” y “el discurso de los derechos humanos”. Los refugiados tienen el derecho a la vida en tanto ser la vida misma derecho humano inalienable e imprescriptible. La tolerancia es un requisito indispensable para la existencia de la democracia. ¿Pero qué ocurre si el refugiado es intolerante? ¿Qué ocurre si no sabe vivir en una “sociedad organizada”? ¿Cuántos de esos inmigrantes están dispuestos a trabajar como lo conocen en esas sociedades organizadas y cuántos no? ¿Y cuántos de los “buenos inmigrantes” no terminarán siendo explotados por esa “sociedad organizada”?.

Las interrogantes anteriores plantean el verdadero desafío de aceptar “barcos de ayuda humanitaria” cargados de inmigrantes rescatados a la deriva en el mar Mediterráneo. Tan pronto esta forma masiva de traslado de problemas se transforme en vía fácil de hacer dinero, en los países dónde se estén produciendo diásporas serán los traficantes los que tomarán esos barcos. Y el éxodo continuará sin remedio, porque es más fácil vivir de los frutos de una “sociedad organizada” que sembrar las ortigas en la propia para llegar a esa tan soñada “sociedad organizada”. Los humanos suelen avanzar siempre sobre a línea de menor tensión y de máxima rentabilidad con el mínimo costo.

Ahora bien, ¿Qué ocurre si es la vida la que está en peligro? El problema se complica. Si el derecho a la vida es un derecho inalienable e imprescriptible del ser humano ¿Cómo ser capaz de promover y convalidar su extinción como derecho? Pero que diría el miembro de una “sociedad organizada”, por ejemplo y formulada su inquietud en forma de interrogante ¿Tengo que perder la mía para preservar la de aquellos? Es fácil inferir la respuesta: ¡No!....


El problema de la inmigración es una consecuencia de la trascendencia sistémica que la misma errática política internacional de los gobiernos de la UE y USA, causaron. Que sean la UE y USA los que acarreen con las consecuencias. Y la misma diligencia que pusieron en práctica para destruir a Siria, Afganistán, Libia, así como en la creación de ese Tamerlán de hoy que es Reyep Tagip Erdogan o la proliferación del Ejército Libre de Siria e incluso el Estado Islámico, la utilicen para ayudar a esos pueblos a recuperar su libertad y reconstruir sus destruidas patrias. Utilicen su potencial militar y su aparente abundancia de recursos materiales y financieros, y asuman la responsabilidad frente a los íncubos que crearon o, en contrario, arriésguense a heredar el mayúsculo costo político de perder no solo a sus pueblos, sino el tesoro más preciado que tienen y que lograron a costa de grandes sacrificios, amén de la expoliación  de los recursos naturales de los pueblos que prácticamente los asaltan en calidad de refugiados, esto es, sus valiosas y cómodas “sociedades organizadas”…

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