La “Revolución” en América
hispanoparlante ha existido desde que el republicanismo arribó a estas tierras,
volando en las alas del jacobinismo revolucionario francés. Desde entonces,
hemos bautizado como “Revolución” a todo movimiento político, devenido luego en
militar, por aquello de su “necesaria e
imperiosa realización”, que busca, esencialmente, “la reivindicación del preterido y la recuperación de la libertad”,
quedando claro que el preterido lo encarna el perseguido político, el esclavo,
el manumiso, el campesino o la población urbana en estado de depauperación
total. La “libertad” más una sensación que creación política, representa más
bien una “concepción plástica” capaz
de adaptarse a cualquier causa posible.
Para todos los habitamos estas tierras y hemos tenido la historia por
oficio, afición y pasión, es fácil discernir sobre nuestras trayectorias
revolucionarias, con cierto grado de precisión además, pues todas suelen
transitar un camino similar. Llevadas a cabo por un líder carismático dominador,
terminan levando masas y haciendo armas contra “el opresor” cualquiera que sea la identidad de este personaje, con
certeza sí “enemigo general de toda
revolución”. La “Revolución”
termina triunfando indefectiblemente (mejor si es tras un hecho de armas poco
prolongado pero muy intenso, con mucha sangre, lo que favorece su épica
patética) o mediante una paz negociada con aquel quien fuese, precisamente
antes de la paz, “el opresor”. Asume
el poder político, se llena de “generales
y comandantes” victoriosos; son largas las celebraciones populares; algunos
de sus combatientes regresan a sus oficios originales y a sus sufridos hogares,
luego de larga ausencia; y los buenos deseos, voluntad indeclinable de mejores
propósitos, así como nobles juramentos de pulcritud administrativa en el manejo
de la cosa pública, abundan en el discurso político del triunfo revolucionario.
Tras poco tiempo de vida pública, algunos líderes (los más románticos o los
que no llegasen a percibir con prontitud “su
legítima tajada del botín”), se distancian del gobierno revolucionario,
quien, corrida la medianía de su gestión, termina persiguiéndolos,
encarcelándolos y disponiendo finalmente de ellos, por la vía de la ejecución
extrajudicial o la “desaparición forzada”
o el “conveniente accidente triste”.
Al primer par de años, el líder carismático construye su grupo cerrado de poder
que con las “nuevas fuerzas vivas
progresistas”, termina consolidando una nueva oligarquía, tan opresiva y
corrupta como la anterior, y de la cual se descuelga un nutrido grupo de
funcionarios, profesionales liberales, negociantes y aventureros quienes se
constituyen, finalmente, en medianía social. Abajo, las mismas legiones de
pobres siguen siendo preteridos del festín revolucionario aunque “la parla retórica oficial” se llene la
boca con sus “compromisos revolucionarios
irrevocables” contraídos con aquella nutrida mesnada de población que, en
su abandono, casi termina comiéndose entre sí.
La oligarquía prebendaria y prebendada, junto al líder carismático, transcurridos
los años, culmina su proceso de conversión a “oligarquía opresora” y el líder de “héroe vengador” a “tirano
homicida”. Como los problemas sociales subyacentes nunca se solucionan, del
seno de esa gruesa población por “reivindicar”
renace, como un tumor en un viejo tejido cancerígeno, un nuevo líder
carismático con su verborrea revolucionaria, plagada del afán de venganza. Y
vuelve la noria a su vuelta inexorable y las ocurrencias, como en una trayectoria
circular, a sucederse de nuevo.
En ese tránsito recurrente, nosotros los latinoamericanos de cualquier cuño
nacional, hemos pasado, en mayor o menor medida, la vida política de los
últimos 200 años. Durante el siglo XIX y buena parte del XX, nuestras
revoluciones se hablaron en lenguajes políticos específicos; primero fue en
lenguaje republicano; luego en una suerte de mixtura entre lenguaje republicano
y demo liberal; y, finalmente, en rimbombante lenguaje marxista. Los mismos
jóvenes llenos de ideas revolucionarias (los burgueses románticos y los pobres
resentidos buscando venganza), se fueron a las calles, luego a los montes y
mares, combatiendo con las uñas para “derrocar
al tirano”. Se llenaron las ergástulas de aquella juventud; los sótanos
sombríos de la tortura, con sus heces y su sangre; los campos de batalla con
sus tripas y sus gritos. Para que al fin, triunfante la revolución, esta
terminara cayendo en los mismos vicios nacionales inveterados. Incluso los
otrora “compañeros de lucha”, culminaran
trocándose en ricos terratenientes, rutilantes Generales o Comandantes,
rociando con buen vino o espumante champaña su propia efeméride revolucionaria,
tras el “obligante recuerdo” a los “mártires de la revolución”.
Pero la práctica política de estos tiempos, caracterizada por una miseria
humana descarnada, ha convertido la impronta revolucionaria en intersección del
interés por y para la conservación del poder con los más obscuros intereses del
hampa común, una suerte de práctica igualitaria que en nuestro continente,
sociedad totalmente estructurada sobre la base del poder como motivación (lo
que implica la sempiterna existencia de “gente
pobre con origen de menos” y “gente rica con origen de más”), permite
al “tipo de a pie” convertirse,
rápidamente, en “exitoso empresario”
por la vía del contrabando de alimentos, medicinas y, por supuesto, el tráfico
de drogas. Son Pablo Escobar y Jesús Guzmán (El Patrón y El Chapo,
respectivamente) ejemplos palmarios de lo que estamos exponiendo. Las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia, el Ejército de Liberación Nacional, la Revolución
Cubana castrista y, finalmente, su par, más bien súbdita tributaria, la
socialista venezolana, han transitado ese camino y sus “lucrativas sociedades”.
Coludidos con el narcotráfico por aquella hipócrita postura de que “al imperialismo y a la burguesía hay que
derrotarlos internamente mediante sus propios vicios”, han defendido,
protegido y finalmente asumido el negocio del narcotráfico en algunas de sus
organizaciones e incluso la operación directa de sus negocios derivados, tales
como el blanqueo de capitales o la transferencia de activos, como parte de sus
estructuras de financiamiento. Y aún el mundo sabiendo de sus fechorías, interconectado
gracias a las TIC y a esa “chismografa
tecnológica de amplio espectro” que es la internet, siguen “los líderes revolucionarios” en su
cotidiana parla contestaria, hablada entre republicanismo bolivariano y vetusto
lenguaje marxista, construyendo su inocente “retórica
narcofabularia” tratando de engañar al incauto, siempre pobre y desamparado,
quien sigue creyendo en su futura vindicación.
Aunque esta realidad social, económica y política esté dominada por la más
vulgar de las hipocresías y gobiernos como el de los Estados Unidos de América,
hayan hecho más de un negocio con esta gente del narcotráfico internacional (que
cada día viran más sus intereses comerciales hacia el naciente y lucrativo
negocio del tráfico de medicinas y alimentos, más remunerativo e invisible por
su “legalidad y legitimidad”), no
hablan los americanos de “moral
revolucionaria” ni de sacrificio patriótico por el “pueblo preterido”. No lo hicieron antes y no lo hacen ahora. Desde
luego que no los justifica, pero es menos vomitivo que lo que hacen estos
líderes revolucionarios de hoy. Lo doloroso de la farsa no es la farsa misma,
es que crean que quien asiste a ella es estúpido. La “narcoparla revolucionaria” tiene un límite estupefactivo y, al
fin los pueblos, tarde o temprano, despiertan finalmente de sus borracheras.
Cuidado con la resaca…
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