En las tres primeras opciones de
significados que nos muestra el Diccionario de la Real Academia Española,
respecto del vocablo “temperamento”,
la muy ilustre fuente ofrece por tales “el
carácter, manera de ser o de reaccionar de las personas; la manera de ser de
las personas tenaces e impulsivas en sus reacciones; y la vocación o aptitud
particular para un oficio o arte”. De manera que se trata del carácter o la
manera de reaccionar, en particular las personas tenaces e impulsivas y,
finalmente, la aptitud o vocación para un arte u oficio. Si tratáramos de
construir un concepto acerca de un “temperamento
hispanoamericano” podríamos aventurarnos en decir que se trata de nuestra “manera de reaccionar, por nuestro
carácter, propio de personas tenaces e impulsivas, que tenemos la aptitud, la actitud y,
más allá, la vocación para el ejercicio de nuestros artes y oficios,
precisamente desde esa perspectiva tenaz e impulsiva”.
Independientemente de este
ejercicio etimológico, para todos los científicos sociales son ampliamente
conocidos los enjundiosos estudios que sobre “el temperamento hispanoamericano” han hecho importantísimas figuras de la
Psicología Social y la Sociología (en aplicaciones específicas tanto de la Teoría
Social como de la Etnografía) por lo que esta aventura conceptual hecha por
nosotros al inicio, cae aparatosamente por tierra en tanto “valor científico enjundioso”. Pero lo que aspiramos, en estas
modestas líneas, no es establecer un neologismo o una nueva óptica para mirar
una de las causas de grandes desvelos en nuestras tierras; no, no se trata de
eso. Lo que intentamos es establecer una suerte de definición del “temperamento hispanoamericano” y su
relación con lo que llamamos (no sin cierta grandilocuencia) “institucionalidad republicana”,
construcción ilocucionaria que adorna con frecuente obsesión el discurso
político hispanoamericano.
Los fundadores de nuestra “Patria Hispanoamericana”, a saber (y
nunca huelga mencionarlos) el Libertador Simón Bolívar, el General José de San
Martín, el General Bernardo O’Higgins, el General José Gervasio Artigas, el Cura
Miguel Hidalgo y Costilla, el General Ignacio Allende, el General Francisco Morazán y el
Licenciado Benito Juárez, por nombrar los más conspicuos (y a quienes además
siempre, en cuanto ejercicio escritural nos ocupamos, nos produce muchísimo
beneplácito mencionarlos) se empeñaron en las instituciones republicanas para
la construcción de las naciones libres por las cuales, literalmente, “largaran el pellejo”. Congresos, Poder
Público tripartito, el afán por la representatividad colectiva y la
reivindicación de los “pueblos”,
fueron las preocupaciones de los “padres
fundadores” aunque, algunos de ellos, por otras razones y tras los embates
de ese “temperamento hispanoamericano”,
terminaran decantándose por las “Presidencias
Vitalicias” o arrestos monárquicos idealizados en “Principados Latinoamericanos” o, finalmente, abiertas “Dictaduras”.
Ese afán “republicano” terminó por perseguir a cuanto líder carismático se
colocase al frente de nuestras inúmeras
turbamultas, a lo largo de nuestra sangrienta historia, ofreciendo siempre a
los pueblos, en un eterno delirio civilizatorio, las “bondades” de la “República
Liberal Moderna” que un día se vistiese de “Positivista” y que al llegar a nuestras tierras el lenguaje
político marxista, plétora de vindicación y justicia social, trocose en “República Popular Revolucionaria”
arrastrando a los millones de preteridos que han hecho parte de nuestras
desvalidas poblaciones, hacia el sueño del “paraíso
socialista”, solo para arribar al puerto de las desesperanzas, en una nave
más de desengaño.
Un curso equivalente ocurrió con
el “afán democrático”. Tras el triunfo
de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de asegurar
los territorios bajo su influencia y la imposición mundial de un modelo
económico, político y social, bajo un marco retórico, también civilizatorio, que ofrecía
la vieja impronta de las “Democracias
Anglosajonas” tan fortalecidas a lo largo del Siglo XX por el convincente
discurso político de distinguidos estadistas como Sir Winston Churchill (en
oposición a aquel del “imperio soviético en
avanzada", como solía Churchill advertirlo) se les ofreció a nuestros pueblos
la posibilidad de alcanzar “el maná del
cielo” sin esperar que cayera, solo construyendo en nuestros predios “sistemas democráticos representativos”.
Como nuestros “padres fundadores” se
obnubilaron un día por el “afán
republicano”, estos nuevos “re-fundadores”
y por oposición a sus “enemigos
revolucionarios pro-soviéticos”, además en sintonía con los intereses del
poderoso vecino del norte, se empeñaron en el “afán democrático”, cornucopia de la fortuna pletórica de “representatividad, alternabilidad y
responsabilidad”.
La “política” restó valor a los “sables”
y a los “trapos rojos”. La “retórica institucional” y los“votos”
pretendieron suplir a las “balas” y
al “arresto tumultuario a bordo de tanques de
guerra”; y los congresos, los pesos y contrapesos, “Ejecutivos, Legislativos y Judiciales” de igual ponderación e
independencia institucional, llenaron el discurso político hispanoamericano,
por oposición a la “vindicación”
revolucionaria que, mediante “dictaduras
proletarias” y “propiedad popular”
pretendían sus contrapartes socialistas presentar como “el
paraíso terrenal” redivivo en estas tierras. Y los pueblos fueron entonces
mudos testigos de este ping-pong de discurseo inútil, en pos de la “creación paradisíaca” que ayuna de acción y de realizaciones,
víctima por lo general de la inacción, terminara reproduciendo una nueva oportunidad para “el sable y el cañón” cada vez que la
situación se hiciera en particular difícil, siempre por cierto convocados por aquellos quienes, previamente, se rasgaran la
vestiduras en aras de la “democracia
representativa” o la “revolución
popular”.
Pero existen en relación a toda esta reflexión, grandes y sustantivas interrogantes: ¿Está nuestro “temperamento hispanoamericano” adaptado
a la política, tal y como se concibe en las “democracias
anglosajonas”? ¿Es nuestra “institucionalidad
republicana” entendida por nuestros pueblos, tal cual pudiese hacerlo, por
ejemplo, el pueblo inglés? ¿Existe realmente la institucionalidad en nuestras
naciones o es apenas un remedo parcial de lo que debería ser? ¿Entendemos el
significado vital de la existencia de la institucionalidad de cara a la
supervivencia de nuestras naciones como Estados soberanos?
Tales interrogantes parecen
preocupar solamente a quienes tenemos por oficio la Ciencia Política,
posiblemente a un nutrido grupo de Sociólogos Políticos y, acaso, a buen número
de Economistas, sean políticos o clásicos, pero no pensamos hagan parte de las
preocupaciones cotidianas de nuestros pueblos y menos en quienes hacen de "la política un oficio”. La “Realpolitik”, más que la “Política” (así con “p” inicial en mayúscula) preocupa a nuestros políticos de oficio,
así como a los “militares políticos de
ocasión”. El alcance y la conservación del poder político, por el poder
mismo, además de su usufructo pecuniario conveniente, son las “pesadillas” reales de quienes viven de (y por) aquel. La “institucionalidad” sea “revolucionaria” o “democrática”, tiene la doble existencia que le confieren la
retórica o la oportunidad, pero es un hecho que no goza de la solidez que se
requiere para mantener “Estados vivos”.
La mejor manera de probarlo es mirarlo al través del ejemplo.
En Inglaterra existe el
Parlamento desde hace más de 600 años. En los peores momentos de la
Segunda Guerra Mundial, hubo elecciones en Gran Bretaña. En plena conferencia
de Postdam (1945) en la que se decidía el futuro de Europa, luego de la derrota
del Hitlerismo, Winston Churchill, el Primer Ministro que había conducido el
esfuerzo político y de guerra por cinco años, fue derrotado en las elecciones
generales, pasando a ser Clement Atlee, líder del Partido Laborista inglés,
además el partido de ideario totalmente contrapuesto al de Churchill, Primer
Ministro de la Gran Bretaña. Ni siquiera la guerra pudo interponerse a la marcha de la institucionalidad. El último Secretario de Defensa del Presidente Barack Obama,
habría trabajado en el Departamento de Defensa por más treinta años, lo que
implica que un “candidato” surgido de
la institucionalidad, fue considerado para el ejercicio de un cargo “político” por sus cualidades “institucionales”. En Suecia, una
monarquía constitucional de corte socialista, el Rey no puede destituir al
Primer Ministro: es una potestad del Parlamento. Y en China, aun estando sujeta
al dominio exclusivo del Partido Comunista, solo los miembros electos por el
Buró Político en pleno, pueden acceder a cargos públicos de alto nivel. El Buró
Político es electo por el Comité Central y el Comité Central por la Asamblea
del Pueblo, organismo de representación colectiva, elegido en las cabezas
provinciales. Esta “institucionalidad”
por arbitraria que parezca, ha subsistido a pesar de las situaciones “difíciles” por las que ha pasado el
sistema político chino, aún ante la guerra contra el invasor japonés. Son
cuatro “temperamentos” distintos y en
disímiles tiempos históricos, enfrentados al dilema de conservar la “institucionalidad” para preservar al “Estado”.
Nuestro “temperamento hispanoamericano” actúa de manera distinta. La
institucionalidad es maleable, plástica, mutante según sean los sistemas
políticos, los partidos que lo dirijan o el gamonal de turno que los haya
asaltado, sea por vía de manu militari
o, incluso, electoral. De variado "pelaje" o "fronda", dada la impresionante fertilidad que tenemos en materia
de estos especímenes “agropecuarios”,
porque unos son cuasi o totalmente bestiales en sus comportamientos y otros, por el contrario, se
limitan a “echar raíces” para crecer
gracias al sustrato que les provee el usufructo sistemático y permanente del
erario público, han sido protagonistas de nuestra historia política, en particular en los tiempos que corren y más allá de esas "institucionalidades" que tanto se precian en construir.
“Institucionalidades” que se invocan con base a “ordenamientos constitucionales” también
de masa flexible, que admiten las más variadas formas e interpretaciones, en los más
extraños momentos de nuestros quehaceres nacionales. Así, basta que un gobierno
de una facción sea defenestrado “por vía
constitucional” para que aquel que adviene con la que arriba al poder, “cambie”, “destruya” y, por consiguiente, “deje
cesante” a cuanto funcionario haya hecho algo de carrera con la anterior.
Salvo los casos de Chile (no obstante la larga y corruptora interrupción de
Pinochet) y Colombia, que han mantenido sus estructuras institucionales en el
tiempo, en el resto de nuestro continente suele suceder lo mismo: el que viene,
terminado su turno, “se va y se lleva todo consigo”,
y si así no lo hiciere que “Dios, la Patria
y el Pueblo se lo exijan” para continuar con la misma “metamorfosis institucional” permanente, de la que parecen
alimentarse buena parte de quienes “en
guardia” suelen añorar estos cambios.
Y gracias a esta forma “tenaz e impulsiva” de aproximarnos, mirar
e interpretar nuestra realidad, donde pareciese que lo único importante son los
intereses de grupo, la avidez partidaria y el reparto sin contemplaciones de la
cosa pública, como si se tratase de una suerte de “botín de guerra” (acaso por nuestra impronta guerrera), carecemos
de instituciones estables y formales, nuestros pueblos poco o nada las respetan (de conocer su
existencia) y la conciencia de un verdadero “Estado
Nacional” solo existe como fórmula patriotera en nuestra vacua retórica de
ocasión, tiznada de hipócrita y carbonífera onomástica. Mientras “la institucionalidad” exista solo con el único propósito de
suministrar una “atalaya” a la que
asaltar de tiempo en tiempo, nunca saldremos de la pobreza material, cultural e
intelectual que condena a nuestros pueblos, no obstante la ingencia de recursos
naturales que poseamos. Entre "dictadorzuelos",
simulaciones de “presidentes
democráticos”, “líderes
revolucionarios mesiánicos” y “gamonales
de machete, morrión y charretera”, corruptos, ladrones y conculcadores de
las libertades públicas, engañadores de oficio y cuenteros de camino, estaremos
condenados a vivir, más bien, diríamos nosotros, a morir inexorable y lentamente...
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