jueves, 2 de marzo de 2017

“Temperamentos”, Política y “Realpolitik”: el “calvario” de nuestra “institucionalidad republicana hispanoamericana”.

En las tres primeras opciones de significados que nos muestra el Diccionario de la Real Academia Española, respecto del vocablo “temperamento”, la muy ilustre fuente ofrece por tales “el carácter, manera de ser o de reaccionar de las personas; la manera de ser de las personas tenaces e impulsivas en sus reacciones; y la vocación o aptitud particular para un oficio o arte”. De manera que se trata del carácter o la manera de reaccionar, en particular las personas tenaces e impulsivas y, finalmente, la aptitud o vocación para un arte u oficio. Si tratáramos de construir un concepto acerca de un “temperamento hispanoamericano” podríamos aventurarnos en decir que se trata de nuestra “manera de reaccionar, por nuestro carácter, propio de personas tenaces e impulsivas, que tenemos la aptitud, la actitud y, más allá, la vocación para el ejercicio de nuestros artes y oficios, precisamente desde esa perspectiva tenaz e impulsiva”.

Independientemente de este ejercicio etimológico, para todos los científicos sociales son ampliamente conocidos los enjundiosos estudios que sobre “el temperamento hispanoamericano”  han hecho importantísimas figuras de la Psicología Social y la Sociología (en aplicaciones específicas tanto  de la Teoría Social como de la Etnografía) por lo que esta aventura conceptual hecha por nosotros al inicio, cae aparatosamente por tierra en tanto “valor científico enjundioso”. Pero lo que aspiramos, en estas modestas líneas, no es establecer un neologismo o una nueva óptica para mirar una de las causas de grandes desvelos en nuestras tierras; no, no se trata de eso. Lo que intentamos es establecer una suerte de definición del “temperamento hispanoamericano” y su relación con lo que llamamos (no sin cierta grandilocuencia) “institucionalidad republicana”, construcción ilocucionaria que adorna con frecuente obsesión el discurso político hispanoamericano.

Los fundadores de nuestra “Patria Hispanoamericana”, a saber (y nunca huelga mencionarlos) el Libertador Simón Bolívar, el General José de San Martín, el General Bernardo O’Higgins, el General  José Gervasio Artigas, el Cura Miguel Hidalgo y Costilla, el General Ignacio Allende, el General Francisco Morazán y el Licenciado Benito Juárez, por nombrar los más conspicuos (y a quienes además siempre, en cuanto ejercicio escritural nos ocupamos, nos produce muchísimo beneplácito mencionarlos) se empeñaron en las instituciones republicanas para la construcción de las naciones libres por las cuales, literalmente, “largaran el pellejo”. Congresos, Poder Público tripartito, el afán por la representatividad colectiva y la reivindicación de los “pueblos”, fueron las preocupaciones de los “padres fundadores” aunque, algunos de ellos, por otras razones y tras los embates de ese “temperamento hispanoamericano”, terminaran decantándose por las “Presidencias Vitalicias” o arrestos monárquicos idealizados en “Principados Latinoamericanos” o, finalmente, abiertas “Dictaduras”.

Ese afán “republicano” terminó por perseguir a cuanto líder carismático se colocase al frente de nuestras inúmeras turbamultas, a lo largo de nuestra sangrienta historia, ofreciendo siempre a los pueblos, en un eterno delirio civilizatorio, las “bondades” de la “República Liberal Moderna” que un día se vistiese de “Positivista” y que al llegar a nuestras tierras el lenguaje político marxista, plétora de vindicación y justicia social, trocose en “República Popular Revolucionaria” arrastrando a los millones de preteridos que han hecho parte de nuestras desvalidas poblaciones, hacia el sueño del “paraíso socialista”, solo para arribar al puerto de las desesperanzas, en una nave más de desengaño.

Un curso equivalente ocurrió con el “afán democrático”. Tras el triunfo de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, la necesidad de asegurar los territorios bajo su influencia y la imposición mundial de un modelo económico, político y social, bajo un marco retórico, también civilizatorio, que ofrecía la vieja impronta de las “Democracias Anglosajonas” tan fortalecidas a lo largo del Siglo XX por el convincente discurso político de distinguidos estadistas como Sir Winston Churchill (en oposición a aquel del “imperio soviético en avanzada", como solía Churchill advertirlo) se les ofreció a nuestros pueblos la posibilidad de alcanzar “el maná del cielo” sin esperar que cayera, solo construyendo en nuestros predios “sistemas democráticos representativos”. Como nuestros “padres fundadores” se obnubilaron un día por el “afán republicano”, estos nuevos “re-fundadores” y por oposición a sus “enemigos revolucionarios pro-soviéticos”, además en sintonía con los intereses del poderoso vecino del norte, se empeñaron en el “afán democrático”, cornucopia de la fortuna pletórica de “representatividad, alternabilidad y responsabilidad”.

La “política” restó valor a los “sables” y a los “trapos rojos”. La “retórica institucional”  y los“votos” pretendieron suplir a las “balas” y al  “arresto tumultuario a bordo de tanques de guerra”; y los congresos, los pesos y contrapesos, “Ejecutivos, Legislativos y Judiciales” de igual ponderación e independencia institucional, llenaron el discurso político hispanoamericano, por oposición a la “vindicación” revolucionaria que, mediante “dictaduras proletarias” y “propiedad popular” pretendían sus contrapartes socialistas presentar como “el paraíso terrenal” redivivo en estas tierras. Y los pueblos fueron entonces mudos testigos de este ping-pong de discurseo inútil, en pos de la “creación paradisíaca”  que ayuna de acción y de realizaciones, víctima por lo general de la inacción, terminara reproduciendo una nueva oportunidad para “el sable y el cañón” cada vez que la situación se hiciera en particular difícil, siempre por cierto convocados por  aquellos quienes, previamente, se rasgaran la vestiduras en aras de la “democracia representativa” o la “revolución popular”.

Pero existen en relación a toda esta reflexión, grandes y sustantivas interrogantes: ¿Está nuestro “temperamento hispanoamericano” adaptado a la política, tal y como se concibe en las “democracias anglosajonas”? ¿Es nuestra “institucionalidad republicana” entendida por nuestros pueblos, tal cual pudiese hacerlo, por ejemplo, el pueblo inglés? ¿Existe realmente la institucionalidad en nuestras naciones o es apenas un remedo parcial de lo que debería ser? ¿Entendemos el significado vital de la existencia de la institucionalidad de cara a la supervivencia de nuestras naciones como Estados soberanos?

Tales interrogantes parecen preocupar solamente a quienes tenemos por oficio la Ciencia Política, posiblemente a un nutrido grupo de Sociólogos Políticos y, acaso, a buen número de Economistas, sean políticos o clásicos, pero no pensamos hagan parte de las preocupaciones cotidianas de nuestros pueblos y menos en quienes hacen de "la política un oficio”. La “Realpolitik”, más que la “Política” (así con “p” inicial en mayúscula) preocupa a nuestros políticos de oficio, así como a los “militares políticos de ocasión”. El alcance y la conservación del poder político, por el poder mismo, además de su usufructo pecuniario conveniente, son las “pesadillas” reales de quienes viven de (y por) aquel. La “institucionalidad” sea “revolucionaria” o “democrática”, tiene la doble existencia que le confieren la retórica o la oportunidad, pero es un hecho que no goza de la solidez que se requiere para mantener “Estados vivos”. La mejor manera de probarlo es mirarlo al través del ejemplo.

En Inglaterra existe el Parlamento desde hace más de 600 años. En los peores momentos de la Segunda Guerra Mundial, hubo elecciones en Gran Bretaña. En plena conferencia de Postdam (1945) en la que se decidía el futuro de Europa, luego de la derrota del Hitlerismo, Winston Churchill, el Primer Ministro que había conducido el esfuerzo político y de guerra por cinco años, fue derrotado en las elecciones generales, pasando a ser Clement Atlee, líder del Partido Laborista inglés, además el partido de ideario totalmente contrapuesto al de Churchill, Primer Ministro de la Gran Bretaña. Ni siquiera la guerra pudo interponerse a la marcha de la institucionalidad. El último Secretario de Defensa del Presidente Barack Obama, habría trabajado en el Departamento de Defensa por más treinta años, lo que implica que un “candidato” surgido de la institucionalidad, fue considerado para el ejercicio de un cargo “político” por sus cualidades “institucionales”. En Suecia, una monarquía constitucional de corte socialista, el Rey no puede destituir al Primer Ministro: es una potestad del Parlamento. Y en China, aun estando sujeta al dominio exclusivo del Partido Comunista, solo los miembros electos por el Buró Político en pleno, pueden acceder a cargos públicos de alto nivel. El Buró Político es electo por el Comité Central y el Comité Central por la Asamblea del Pueblo, organismo de representación colectiva, elegido en las cabezas provinciales. Esta “institucionalidad” por arbitraria que parezca, ha subsistido a pesar de las situaciones “difíciles” por las que ha pasado el sistema político chino, aún ante la guerra contra el invasor japonés. Son cuatro “temperamentos” distintos y en disímiles tiempos históricos, enfrentados al dilema de conservar la “institucionalidad” para preservar al “Estado”.

Nuestro “temperamento hispanoamericano” actúa de manera distinta. La institucionalidad es maleable, plástica, mutante según sean los sistemas políticos, los partidos que lo dirijan o el gamonal de turno que los haya asaltado, sea por vía de manu militari o, incluso, electoral. De variado "pelaje" o "fronda", dada la impresionante fertilidad que tenemos en materia de estos especímenes “agropecuarios”, porque unos son cuasi o totalmente bestiales en sus comportamientos y otros, por el contrario, se limitan a “echar raíces” para crecer gracias al sustrato que les provee el usufructo sistemático y permanente del erario público, han sido protagonistas de nuestra historia política, en particular en los tiempos que corren y más allá de esas "institucionalidades" que tanto se precian en construir.

“Institucionalidades” que se invocan con base a “ordenamientos constitucionales” también de masa flexible, que admiten las más variadas formas e interpretaciones, en los más extraños momentos de nuestros quehaceres nacionales. Así, basta que un gobierno de una facción sea defenestrado “por vía constitucional” para que aquel que adviene con la que arriba al poder, “cambie”, “destruya” y, por consiguiente, “deje cesante” a cuanto funcionario haya hecho algo de carrera con la anterior. Salvo los casos de Chile (no obstante la larga y corruptora interrupción de Pinochet) y Colombia, que han mantenido sus estructuras institucionales en el tiempo, en el resto de nuestro continente suele suceder lo mismo: el que viene, terminado su turno, “se va y se lleva todo consigo”, y si así no lo hiciere que “Dios, la Patria y el Pueblo se lo exijan” para continuar con la misma “metamorfosis institucional” permanente, de la que parecen alimentarse buena parte de quienes “en guardia” suelen añorar estos cambios.

Y gracias a esta forma “tenaz e impulsiva” de aproximarnos, mirar e interpretar nuestra realidad, donde pareciese que lo único importante son los intereses de grupo, la avidez partidaria y el reparto sin contemplaciones de la cosa pública, como si se tratase de una suerte de “botín de guerra” (acaso por nuestra impronta guerrera), carecemos de instituciones estables y formales, nuestros pueblos poco o nada las respetan (de conocer su existencia) y la conciencia de un verdadero “Estado Nacional” solo existe como fórmula patriotera en nuestra vacua retórica de ocasión, tiznada de hipócrita y carbonífera onomástica. Mientras “la institucionalidad” exista solo con el único propósito de suministrar una “atalaya” a la que asaltar de tiempo en tiempo, nunca saldremos de la pobreza material, cultural e intelectual que condena a nuestros pueblos, no obstante la ingencia de recursos naturales que poseamos. Entre "dictadorzuelos", simulaciones de “presidentes democráticos”, “líderes revolucionarios mesiánicos” y “gamonales de machete, morrión y charretera”, corruptos, ladrones y conculcadores de las libertades públicas, engañadores de oficio y cuenteros de camino, estaremos condenados a vivir, más bien, diríamos nosotros, a morir inexorable y lentamente...







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