“La tolerancia es un requisito indispensable para la democracia. La
democracia es consustancial al Estado de Bienestar. La existencia del Estado de
Bienestar es directamente proporcional a la existencia de la democracia. Cuando
el Estado de Bienestar decrece, decrece la democracia y por ende decrece la
tolerancia.”
El conjunto de proposiciones
previas bien podría configurar una hipótesis (o acaso varias) susceptibles de
enjundiosos trabajos de investigación. En este artículo y como conjunto, lo
utilizaremos precisamente así, esto es, como un “conjunto de proposiciones” que sirvan al propósito del debate
sobre el racismo, la democracia y el bienestar, especialmente en Europa y
América del Sur, dónde está empezando a retoñar con algunas expresiones
equivalentes.
Con el fin de la Segunda Guerra
Mundial, la derrota del Nazi-Fascismo y la aplicación extensiva del Plan
Marshall, Europa y, en cierta medida, América del Sur, comenzaron a ser sujetos
de la imposición de un modelo económico, político y social que surge de los
acuerdos entre las potencias victoriosas. A los países (o lo que quedó de
aquellos) y pueblos bajo la ocupación del Ejército Soviético, les toco el
modelo político, económico y social que impulsaba el Socialismo creado bajo la
égida de Stalin. A los países ocupados o bajo la vigilancia, observación o
sometimiento de las potencias occidentales, les tocó asumir el modelo político,
económico y social que impulsaban los Estados Unidos de América (el país
realmente vencedor), la Gran Bretaña y Francia.
África seguía estando bajo la
ocupación colonial de las potencias imperiales europeas y América del Sur
seguía siendo el “patio trasero” de
los Estados Unidos. En ambos territorios, así como en Europa y los Estados
Unidos, vivían entonces dos grandes “minorías
raciales”: los negros y los judíos.
El impulso económico que permitió, en los años de post-guerra, “distribuir” en cierta medida la
riqueza, hizo disminuir tensiones y ocupar al mundo en su reconstrucción, un
negocio pingüe en el que banqueros, industriales y comerciantes se empeñaron
con tesón. Sin embargo, en los Estados Unidos de América, el mismo que se
erigía como el “Campeón de la
Democracia”, el racismo sureño hacia los negros, aun habiendo peleado en la
guerra y el rechazo hacia los judíos, un poco más soterrado por los alcances de
la guerra y el monstruo de la Shoa,
pero además por el poder económico de los hebreos en la industria y la banca
norteamericanas, se mantuvo. Son ya históricas la lucha del Rabino Goldstein
contra la “cuota judía” en las
universidades norteamericanas y las de Martin Luther King por los derechos
civiles de los negros en los Estados Unidos, especialmente el separatismo
racial en el sur.
Pero con el avance del Estado de
Bienestar, cuando se arriba a la décadas de los años ochenta y noventa del
siglo XX, la liberación de las colonias europeas en África, la expansión
económica, la rutilancia judía en la industria, comercio y ciencia
norteamericana, junto la práctica supremacía negra en el mundo del deporte y el
espectáculo (el cine, el teatro, la televisión y la música) disminuyen ese “racismo” militante y hacen pensar que
el discurso “tolerante” de la
democracia, se ha asentado por sus fueros. La humanidad parecía haber avanzado
en la comprensión de la democracia y la tolerancia, reiteramos, como su
requisito indispensable.
Todo eso parece estar cambiando.
En 2008 comenzó el lento descenso de la economía capitalista. Frente a una
población cada vez más creciente, una disponibilidad de recursos naturales y
materiales también en descenso, una indisponibilidad cada mayor de recursos
energéticos de fácil extracción, frente a una ralentización de la economía en
los países centrales, unida una pasmosa mediocridad de los llamados líderes
mundiales y la agudización de los conflictos sociales por el crecimiento galopante
de la pobreza, el Estado de Bienestar retrocede y con él, el discurso de la “democracia tolerante”.
Simultáneamente, los países más
importantes de la UE así como los Estados Unidos (más bien sus gobiernos que no
sus pueblos) se lanzaron en una suerte de “cruzada”
para tratar de “abaratar a la fuerza”
los recursos hidrocarburíferos del planeta, iniciando guerras intestinas mediante el apoyo a organizaciones radicales locales o
atacando directamente a países árabes islámicos, buscando la imposición de
gobiernos títeres que le permitiesen operar en sus territorios con abierta
libertad no solo para extraer el petróleo, sino para comercializar y distribuir
a precios consistentes con sus intereses financieros proyectados. Esta política trajo como consecuencia la
destrucción de la forma de vida de esas naciones, su disolución institucional y,
como consecuencia, una diáspora de pueblos que en procesiones interminables,
tratan de allegarse a los países europeos dónde la propaganda de años ha hecho
creer se trata de “sociedades estables y
felices” porque son “sociedades
democráticas y tolerantes”.
Craso error. Esas diásporas no
han encontrado otra cosa que sociedades cerradas, temerosas de la pérdida de su
nivel de vida, nivel que ya ven peligrar por la ralentización de sus economías
en virtud del retroceso del Estado de
Bienestar. Pudiera ser similar a la sensación que produce huir de un barco que se hunde para
ser rescatado por otro, que busca con desesperación salvarse del naufragio, por
lo que mira a quienes rescata más como “enemigos”
que como “náufragos” que merecen
ayuda. Y el fantasma de los “negros” y los “judíos”, regresa con su carga de miedos. Por un lado, gente con
costumbres religiosas cerradas, excluyentes, arrogantes e individualistas (esta vez el también semítico Islam), y
por la otra, gente sin disciplina, sin el valor trabajo colectivo como égida, también individualistas y violentos por haber vivido en una suerte de pobreza crónica
(los negros africanos). Lo peor de ambos mundos, que es lo que siempre se ve;
no se ve lo bueno, en los “judíos”,
por ejemplo, los antisemitas siempre miraron lo peor de las características de
un pueblo, no su valentía, su tesón y su adscripción al valor trabajo como
puntos cardinales. Y de los “negros”,
su alegría, su creatividad y su enorme fuerza física.
Todo lo contrario. Las sociedades
de los llamados “países felices” ven
con temor la pérdida potencial de todas aquellas estructuras (valores,
creencias e intereses) que les han permitido tener una vida muelle hasta ahora.
Y lo vemos en los militantes de la AFD alemana, en los nacionalistas de Le Pen
en Francia, también los autodenominados “patriotas”
austríacos o los “nacionalistas”
holandeses. Ante el retroceso del Estado de Bienestar, el discurso tolerante de
la democracia, vuela con él. “La culpa es
de los migrantes y la blandenguería de nuestros gobiernos, amenaza con hacernos
perder nuestra sagrada identidad”. Cierta justificación pudiese tener esa
actitud; la creciente existencia de esos “otros”
en “nuestros predios” si llegase a
ser de naturaleza amplia, pudiese no solo acabar con “nuestra estructura institucional” sino con aquello en lo que
creemos y ha permitido sobrevivir a “nuestra
sociedad”. Habría que cuantificar científicamente ese daño hasta ahora y
desde que finalizó la Segunda Guerra Mundial.
Pero lo que resulta inadmisible,
es que lo veamos en pueblos comunes, histórica y socialmente, como en América
del Sur. La delincuencia que crece en todas nuestras naciones, en virtud de
nuestra pobreza crónica y de la sempiterna corrupción que caracteriza nuestros
gobiernos, se mueve con asombrosa libertad entre nuestras fronteras, haciendo
que se muden a “mercados” más
favorables a sus fechorías con historial más “blandengue” respecto de las sanciones, porque ciertos delitos se
desconocen en algunas de nuestras latitudes. Por otra parte, las asimetrías en educación y
experiencias laborales, convierten muchas veces a los “nacionales”
en fuerza de trabajo “obsoleta y cara” respecto de aquella que viene de otras
tierras, "mejor preparada y dispuesta a cobrar cualquier salario". Todo esto ha configurado, junto al retroceso definitivo del Estado de
Bienestar, un cóctel peligroso entre miedo, racismo y xenofobia. El discurso
débil de la democracia en nuestra región, muere de intolerante inanición o
peor: por la fuerza de una evidencia empírica que confirma las más temibles
sospechas.
Pero cabe preguntarse: ¿Acaso no
tienen razón los pueblos que reciben atracadores dominicanos, moto-banquistas,
narcos y sicarios colombianos, así como estafadores y tratantes de blancas
venezolanos? Y por otra parte ¿Tienen derecho dominicanos comunes, panameños de
a pie, colombianos de la cotidianidad, que vivieron en todos los demás países y
fueron recibidos (por ejemplo en Venezuela) con los brazos abiertos y sin
distingos de color y raza, mirar a los “negros”
o “judíos” venezolanos, como
ciudadanos de tercera, criminales o portadores de peligros potenciales? La respuesta es difícil
y peliaguda, y constituye el centro de un debate que el mundo pareciese no
querer dar, porque todo el discurso de la “democracia
tolerante” se vendría abajo con la fuerza de la hipócrita vacuidad con la
que se ha construido, gracias a los ingentes recursos financieros que proveyó, en su momento, la gloria del Estado de Bienestar.
La Pax Octaviana ha terminado.
Las caretas se han caído con la fuerza del manotazo que inmisericorde, da
la pobreza. Estamos viendo el verdadero rostro humano y el viraje de los
discursos hacia un nacionalismo que solo se exacerba, si favorece los intereses
de los grandes centros financieros mundiales. Buenos días egoísmo, bienvenido a
tu nuevo amanecer…
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