En un ciclo de once conferencias
en la Universidad de Harvard, allá por los años 70, el Profesor John Austin dio
a conocer una muy importante interpretación respecto de las oraciones como
construcciones verbales o escritas. Dijo entonces el Profesor Austin que las oraciones
eran realmente “actos de habla” en
tanto quienes las construían, lo hacían en atención a la expresión formal de tres
acciones: informar algo, tratar de
producir un efecto sobre quien escuchaba (o leía) y, definitivamente, producir
un efecto deseado en quien escuchaba (o leía). Cada uno de esos “actos” fue bautizado específicamente
por el Profesor Austin; a los primeros los llamó “locuciones”; a los segundos “ilocuciones”;
y a los terceros “perlocuciones”.
El Profesor Quentin Skinner, en
la muy afamada y antigua Universidad de Cambridge, siguiendo la teoría del
Profesor Austin, formuló el argumento que en
todo discurso cada acto habla estaba dotado de una intencionalidad, escrutable en
el discurso como texto, estudiado en un contexto determinado. Y finalmente
el Profesor J.G.A Pockock, también importante catedrático de esa muy
prestigiosa casa inglesa de estudios, terminó definiendo al discurso político como un conjunto estructurado de actos de
habla, dotado de una intencionalidad precisa y proferido en un contexto de
prácticas sociales y situaciones históricas determinadas.
La pretensión de este artículo es
escrutar la intencionalidad del acto del habla con el que se titula; en cual
discurso político se inserta; a qué
alude y en qué contexto; y, finalmente, a cuales “situaciones históricas” pertenece. Finalmente, se hace un
ejercicio personalísimo respecto de su validez y se hace notar que, quienes lo
pronuncian, pero, peor aún, quienes lo escuchan, no han entendido que, en sí
mismo, encierra una importante contradicción, contradicción que por desgracia
lo debilita temporal y moralmente, según la humilde percepción de quien estas
líneas escribe.
Atribuido al Doctor Ernesto
Guevara de la Serna (también se le atribuye al Doctor Fidel Castro Ruz), mejor conocido como el Che, la encarnación cabal del
guerrillero heroico y del revolucionario marxista del siglo XX, “Hasta la victoria, siempre” es un acto de habla que viaja de la locución a
la perlocución en un instante. Con lo que pareciese ser el deseo inicial de “informar” la resolución de quien la
profiere (en tanto su thelos) esto es, la intención de marchar “hacia la
victoria” todo el tiempo que sea necesario, aún más allá de la finitud humana
de quien la pronuncia, adquiere en un instante la categoría de ilocución porque
se desea causar en quien oye la impresión de la resuelta voluntad de quien la
pronuncia, convirtiéndose en perlocución para quien en trance de convertirse,
decide avanzar hacia la victoria, siempre que sea en pos de quien asume tamaño
compromiso al proferirlo.
Este acto de habla se ha transformado en la fórmula final del discurso
marxista revolucionario latinoamericano, especialmente en quienes tienen la
responsabilidad de su pronunciación pública. Marca el “punto final” de todo párrafo inscrito en la resolución de los
gobernantes cubanos, cada vez que tienen una aparición pública y
multitudinaria, siendo su clara intencionalidad mostrar “la garra voluntariosa” que precede a la acción. Es un acto nacido
en el contexto histórico que marcó el inicio de la lucha armada marxista en el
continente americano (norte, centro y sur) de habla luso-hispana con ocasión
del triunfo de la Revolución Cubana (el hecho bélico) en las postrimerías de la
quinta década del siglo XX. Ese acto nos ha acompañado por más de 60 años y ha
sido pinta de pared, consigna de muchachada, cierre de obrero discurso y marca
de fábrica de una forma de hacer política real en nuestros predios.
Sin embargo encierra una
contradicción interna, paradójico en una construcción marxista, dónde las
contradicciones activan la dialéctica como forma de ver y hacer historia. Desde
nuestro punto de vista, acaso una contradicción que destruye buena parte de su
contenido y convierte, tan potente e histórico acto de habla, en mera fórmula
retórica hoy. Comencemos por el principio, no queriendo, claro, hacer el papel
del “analizador de chistes”, esto es,
aquel que de tanto buscar explicaciones, termina por desdibujar el chascarrillo
y despojarlo de su gracia, en aras de una “supuesta
claridad de pensamiento”. Pero asumamos el papel y por ende, la
responsabilidad.
El adverbio “Hasta” sugiere un límite: “Te
amo hasta que muera”, “Hasta que la muerte nos separe”, “Hasta el fin del
mundo”. De modo que la voz nos indica que “Hasta que lleguemos dónde tengamos que llegar” la acción que
precede el adverbio se mantendrá, luego de ella fenecerá o se cambiará por
otra. “La Victoria” es lo contrario
de la derrota; el pago máximo de todo juego suma cero; la meta del combate, sea
político o armado; la enseña del reconocimiento; el resultado anhelado en la
contienda deportiva. Como solía decir John F. Kennedy: la victoria tiene muchos
padres, la derrota es huérfana. La combinación del adverbio y el sustantivo,
nos conduce al acto de habla: “Hasta la
victoria”. Este potente acto de habla nos sugiere que mientras no logremos
la victoria, seguiremos avanzando hacia ella, lo cual implica la existencia de
una lucha que, por ahora, no tiene definición en el tiempo. Pero si se logra
la victoria o alguna clase de ella ¿Fenece el contenido del acto? De ahí la
importancia del otro adverbio: “Siempre”.
Combinado al acto inicial, nos proporcionaría un acto de habla mucho más
completo: “Hasta la victoria siempre”.
La potencia del acto ha crecido hasta convertirlo casi en perlocución, esto es y en una suerte de interpretación propia: “No importa cuánto tiempo pase, seguiremos
avanzando hacia la victoria, cualquier clase de victoria, su cuantía carece de
importancia…”. Luce ser un acto proferido por un hombre tremendamente
perseverante, como de hecho lo fuesen Guevara y Castro, y es posible que llegara
a significar la enseña fundamental de sus vidas.
Pero aquí empiezan las
contradicciones, que van transformando el acto en simple forma retórica, al
adscribirlo a otros oradores en otros discursos. Para Fidel Castro y sus seguidores, el triunfo de la Revolución
Cubana fue hecho cumplido y cierto. Aún el sábado próximo pasado y en sus
exequias, se insistía en ello, mediante la confirmación de sus “logros
revolucionarios”. Quien alcanza un logro triunfa, esto es, obtiene la
victoria en su lucha. Entonces nos preguntamos: quién alcanza la victoria en
su contienda concreta ¿Seguirá luchando hasta la victoria siempre, aun habiendo
llegado a ella? Si la Revolución cubana es dechado de victorias ¿Por qué y para
qué seguir luchando hasta la victoria siempre? ¿Y cómo se puede luchar “Hasta siempre” si “Siempre” sugiere infinitud de tiempo y el humano es finito? ¿Cómo
se convence al hombre común de que luche “Hasta
la victoria siempre” con hambre y privaciones? ¿Cómo puede exigir un
burócrata cómodo, en medio de lujos y en el usufructo vulgar del poder, que se
dedique un escaso “siempre”, limitado
por el tracto de una vida humana, al logro de una “victoria” que no es tangible para quien oye? Con estas inocentes
preguntas hemos dejado testimonio de algunas de las contradicciones que lleva
consigo este, ahora, en apariencia potente acto de habla. Reducido a fórmula
retórica, no pasa de ser equivalente al grito del boguero en la regata, al
cántico ritual en un juego de fútbol o el grito de guerra de un partido
político tradicional, en el contexto de la pugna interpartidaria cotidiana. Los
marxistas leninistas de corte tropical deberían entender la importancia de este
acto de habla en la construcción de sus discursos, el compromiso que entraña y
de las voluntades de quienes viene.
Comprometerse con una lucha “Hasta la victoria, siempre” escapa de
las fuerzas humanas habituales y no hay, especialmente entre los miembros de
las Nomenklaturas en los predios nuestros dónde hoy existen, hombres con la
talla necesaria para luchar por una victoria hasta el fin de su existencia. Son
esos individuos los que la exclamarían como el título del artículo: “Hasta la victoria… ¿Siempre?...”
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