viernes, 10 de febrero de 2017

El lenguaje político marxista y la “bravuconada” como instrumento de negociación.



Decía J.G.A Pocock que un lenguaje político constituía una manera “prescripta de hablar” el discurso político en un contexto histórico determinado, definiendo en consecuencia el “discurso político” como un conjunto estructurado de actos de habla, hablado en ese “lenguaje político”, precisamente en ese contexto de prácticas sociales e históricas determinadas. Desde estas perspectivas y con la presentación de evidencia empírica constatable, trataremos de mostrar la presencia de la “bravuconada” como estilo discursivo dentro del lenguaje político marxista, utilizado como recurso estratégico en un contexto definido por la negociación política. Pero antes, resulta esencial definir primero que entendemos por “bravuconada”.

El Diccionario de la Real Academia Española muestra como significado del vocablo, la secuencia que nos permitimos transcribir: bravuconada, de bravucón, dicho o hecho propio del bravucón. Y por bravucón: de bravo, esforzado o valiente solo en la apariencia. De manera que una “bravuconada” es una acción propia del “bravucón” que termina siendo un sujeto esforzado o valiente pero solo en apariencia. Desde la perspectiva de un juego y utilizada la “bravuconada” como estrategia, esta tendría por objeto mostrarse (el negociador) como “valiente y esforzado” en apariencia. Sería acaso interpretable como una “esforzada apariencia” con la intención de “disuadir” o “atemorizar” o mostrarse “esforzado” en hacer realidad el fruto de “una lucha denodada y permanente” por una “causa trascendente”.

La “bravuconada” hacía parte de aquellos famosos debates entre Lenin y Plejanov respecto de la agitación y la propaganda. Era indispensable mantener en agitación constante a la masa para lograr los objetivos revolucionarios a corto plazo. De ahí el discurso encendido en la plaza pública, en la fábrica, en los campos. Resultaba esencial mantener a la masa “a punto de quiebre” para generar la necesaria acción tumultuaria para cuando se ofreciese. El dicterio, el insulto, la acusación y el señalamiento, como figuras retóricas, debían dominar el exordio hasta lograr el tumulto explosivo. Solo así la acción vindicativa podía ser la protagonista del discurso revolucionario. Paradójicamente, esta forma leninista de agitación, pasó al Fascismo italiano y de allí, al Nacionalsocialismo alemán. Son históricas, así como reproducidas ad nauseam, las bravuconadas del Duce y del Fhürer en sus discursos cotidianos de antes y después de la toma del poder.

Ese estilo del “bravucón” de manos en la cintura, brazos en alto, gritos destemplados y acciones teatrales, aún no imitados jamás por Josip Stalin, si lo fueron en la parla discursiva de su aparato gobernante, los discursos de los Comisarios del Partido Comunista Soviético, especialmente en las fábricas y granjas nacionalizadas, así como en los cuarteles y repartimientos militares. Esas exhortaciones constantes a los “Camaradas”, a las “armas”, a las “batallas populares”, pasaron a formar parte sustantiva del lenguaje marxista, convirtiéndose en una forma específica de hablar y concebir el discurso marxista-leninista con independencia del tiempo y el lugar. Pero cabe preguntarse ¿Se convirtió esta parla discursiva camorrera  en estilo? ¿Se hizo condición necesaria y suficiente en el marxista-leninista más como afán de ser visto el Socialismo como una forma de vida que como un sistema político-ideológico? ¿Se transformó acaso en estrategia para encarar los juegos de poder? ¿Hasta dónde se hizo retórica y dejó de ser discurso por auto-convicción?  Algunas de esas interrogantes han sido magistralmente respondidas por afamados filósofos, algunos marxistas como Henri Lefevre y Michael Foucault o por alguna de sus contrapartes filosóficas demoliberales, como por ejemplo, Fernando Sabater.

La interrogante que urge estas letras es “la bravuconada como estrategia en un juego de poder  de naturaleza suma-cero”, reformulando la pregunta: ¿Hasta dónde es “real” la bravuconada? ¿En dónde termina la intencionalidad histriónica y comienza la intencionalidad estratégica? En América hispana, más específicamente, en nuestra historia inmediata, tenemos al menos tres muestras palmarias del “bravucón”: los Comandantes Fidel Castro y Hugo Chávez en sus expresiones más causticas, el Doctor Rafael Correa con una discursiva más atemperada, pero dependiendo del “escenario”. Imposible determinar con exactitud estos límites, pero si es posible escoger momentos en la retórica de estos tres personajes que, según sea  las coyuntura en tránsito, se puede apreciar la presencia del “histrionismo bravucón” como parte de las estrategias escogidas en el ámbito de una negociación de fuerza. Los discursos de Castro en el contexto de la crisis de los misiles de 1962. Aquellos de Chávez antes del golpe del 2002 y luego durante los sabotajes petrolero y patronal. El arrebato de Correa de quitarse la corbata y abrirse la camisa como acto de “inmolación patria” frente a los policías que lo tenían secuestrado, mientras se profería un discurso “revolucionario-marxista” más como elemento de agitación y propaganda, en el contexto de una situación comprometida, que como una acción impensada y propia del calor de los acontecimientos. Castro, inequívocamente marxista-leninista; Chávez, de afecto fraternal por aquel (tanto por el socialismo marxista como por Fidel); y Correa, “marxistamente discursivo” sin serlo, hicieron uso frecuente de la “bravuconada” como instrumento estratégico de negociación.

No parecería ser aquel comportamiento de “bravucón”  impulsado por y en la “bravuconada misma”, sino parte de una “actuación deliberada” acompañada del discurso incendiario marxista como parte de una movida o conjuntos de movidas para lograr un resultado previamente estudiado, aun cuando el estudio hubiese sido producto de las circunstancias reproducidas in situ, en medio de un instante particular.  Pero como muestra del uso de la “bravuconada” en el marco de la historia política contemporánea, traemos un ejemplo interesante respecto de un incidente que envolviese a Sir Winston Churchill y a Josip Stalin, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, colación intencional que hacemos para salirnos de un ámbito que no sea “tan familiar” a nosotros como aquel que mencionáramos previamente y que, acaso, menos susceptibilidades hiera al ser recientemente fallecidos dos de los personajes mencionados y el tercero estar inmerso en una justa electoral por culminar.

Corría la segunda gran conflagración mundial y la Unión Soviética seguía bajo el asedio de los alemanes, aun habiendo sido derrotados los nazis en Stalingrado. Stalin recibía de Inglaterra ayuda material desde la ruta del norte, mediante convoyes de barcos con escolta británica, que arribaban a puertos soviéticos liberados del asedio nazi o nunca tomados por estos, virtud de la heroica resistencia rusa. Dos encuentros previos en Moscú con ocasión de sendos viajes de Churchill para acordar con los rusos estrategias comunes contra los alemanes, luego de la invasión de Hitler a la URSS, lo que había volteado la tortilla a favor de los Aliados, habían sido en particular molestos para el Primer Ministro británico por el trato, en instantes, “particularmente desagradable” de Stalin. Acaso inscrito en lo que pudiera ser la proverbial bravuconada marxista, el trato del jerarca ruso era visto por Churchill como ausente de tacto diplomático.
  
En el invierno de 1943, el Primer Ministro había recibido numerosas quejas del Almirantazgo Británico respecto del trato recibido en los puertos rusos por parte de las autoridades soviéticas, sobre el tránsito y libre desplazamiento de las tripulaciones tanto de los mercantes ingleses, como de las unidades navales inglesas, que prestasen servicios como escoltas de los convoyes. El Primer Ministro envía entonces el siguiente telegrama directamente a Stalin, quejándose de semejante trato, pormenorizando las afrentas y aprensiones de las que son víctimas las tripulaciones, sobre todo tomando en consideración los “importantes sacrificios que marinos ingleses han hecho para apoyar la resistencia rusa contra el hitlerismo”.  Dice allí Sir Winston:

“Las autoridades civiles de su país nos han negado todos los visados para los hombres que iban al norte de Rusia, incluso para relevar los que hace tiempo deberían haber sido relevados. Mólotov ha presionado al gobierno de Su Majestad para que acepte que la cifra del personal militar británico en el norte de Rusia no supere la del personal militar soviético y la delegación comercial en este país. Pero no hemos podido aceptar su proposición porque su trabajo es bastante diferente y la cantidad de hombres necesarios para las operaciones bélicas no se puede determinar de forma tan poco práctica”[1]

Luego de esta manifestación de presunto bloqueo de las autoridades civiles rusas, lo que pudiese traducirse en actos propios de la burocracia soviética y sus repertorios formales de intermediación con propios y extraños, el Primer Ministro Británico, como dijéramos previamente, comienza a pormenorizar lo que él define como “las restricciones” a las que son sometidas las tropas, marinería y oficiales tanto de la Marina de Guerra como su par marítima mercante:

“… (a) Nadie puede desembarcar de una embarcación de Su Majestad ni de un barco mercante británico si no es en una embarcación soviética, en presencia de un oficial soviético y después de que le examinen los documentos en cada ocasión. (b) Nadie procedente de un buque de guerra británico está autorizado a pasar junto a un barco mercante británico sin que se informe a las autoridades soviéticas de antemano. Esta medida se aplica incluso al almirante británico que se encuentre al mando. (c) Los oficiales y los marinos británicos están obligados a conseguir pases especiales antes de poder desembarcar o pasar de un barco británico a otro. Estos pases a menudo retrasan mucho con el consiguiente trastorno para la tarea que estén llevando a cabo. (d) No se pueden desembarcar provisiones, equipaje, ni correo para la fuerza operacional si no es en presencia de un oficial soviético y hay que cumplir numerosas formalidades para embarcar todas las provisiones y el correo. (e) La correspondencia privada del servicio es objeto de censura, aunque para una fuerza operacional de este tipo de censura debería quedar, en nuestra opinión, en manos de las autoridades británicas. La imposición de estas restricciones afecta tanto a los oficiales como a los marinos, lo que perjudica las relaciones anglo soviéticas y resultaría sumamente ofensivo si el Parlamento se enterara.”[2]

El texto anterior, más allá de la también proverbial intencionalidad británica por “controlar” todos los espacios dónde, durante la guerra, hubiese tenido alguna clase de influencia, aunada a algunas de las características del líder dominador (Spranger) que resaltaran en Churchill, resulta evidente que en la condición de “único aliado” en el esfuerzo de Guerra, sin costo material alguno para los soviéticos hasta ese momento, debía suponer un trato más respetuoso.

Doce días, inusual en esos tiempos de huracanado viento bélico, se tarda Stalin en responder al telegrama de Churchill y lo hace en los siguientes términos, iniciando el texto con un tema para nada relativo al reclamo formulado por el inglés. Dice allí el “Mariscal” Stalin:

“Recibí su mensaje del uno de octubre en el que me informaba de su intención de enviar cuatro convoyes a la Unión Soviética por la ruta del norte en noviembre, diciembre, enero y febrero. Sin embargo esta comunicación pierde su valor cuando manifiesta que esta intención de enviar convoyes al norte de la URSS no es una obligación ni un contrato sino solo una declaración que, según se puede entender, los británicos pueden rechazar en cualquier momento sin tener en cuenta la influencia que esto pueda tener en los ejércitos soviéticos que se encuentran en el frente. Debo decir que no puedo estar de acuerdo con semejante planteamiento de la cuestión.”[3]

El “camarada” Stalin se manda un primer párrafo diplomáticamente demoledor. En principio no solo ignora, por ahora, las solicitudes del Primer Ministro inglés, sino que “reclama” como “una obligación” de los ingleses “el envío de convoyes de ayuda” (compromiso por cierto no consignado en ningún tratado previo), que de no cumplirse, podría comprometer el esfuerzo bélico ruso. Y manifiesta sin ambages “…no estar de acuerdo con semejante planteamiento…”. El “camarada”  está tratando a su único aliado hasta ahora, como si se tratase de un proveedor a su servicio, con el agravante de que, tres años antes, cuando ese “único aliado” estaba siendo bombardeado por Hitler, Stalin fungía como fiel acompañante del líder nazi en la tarea de repartirse Europa. Y continúa más adelante en el afán por la “bravuconada”:

“Los suministros del gobierno británico a la URSS, los armamentos y demás productos militares, no se pueden considerar más que una obligación que, por un pacto especial entre nuestros países, el gobierno británico asumió con respecto a la URSS, que lleva a sus espaldas por tercer año ya la enorme carga de la lucha contra el enemigo común de los aliados: la Alemania de Hitler.”[4]

Stalin sigue sorprendiendo a Churchill. Le arrostra un “pacto especial” aún no perfeccionado, insiste en la existencia de una “obligación explicita en tal pacto” y culmina mencionando la soga en la casa del ahorcado: “…la URSS (…) lleva a sus espaldas por tercer año consecutivo (…) la enorme carga de la lucha…”. Churchill se pregunta: “¿Y quién supondrá Stalin lo ha estado haciendo por el mundo hasta ahora?”...Solo después de este par de “pitanzas bravuconales” es que el líder ruso aborda el tema de los reclamos y en el siguiente tono:

“Con respecto a su mención de las formalidades y de ciertas restricciones que existen en los puertos del norte es necesario tener en cuenta que estas formalidades y restricciones son inevitables en zonas próximas al frente y no hay que olvidar la situación de guerra que existe en la URSS (…) Sin embargo, las autoridades soviéticas concedieron numerosos privilegios en este sentido a los soldados y los marinos británicos con respecto a los cuales se informó a la Embajada Británica hace mucho tiempo en el mes de marzo. De modo que las formalidades que se mencionan se basan en información inexacta.”[5]

Pero ¿habla Stalin con un “aliado” o lo hace con un “socio incómodo”? No solo justifica las restricciones por estar cercanos al frente de guerra (incierto) sino advierte lo evidente “…la URSS está en situación de guerra…” Por supuesto que los ingleses lo saben: ¡¡¡son sus aliados!!! Finalmente, parece ceder al menos en un aspecto (y lo hace como una concesión graciosa) al afirmar que no tiene nada que objetar en relación a que “…la censura de la correspondencia privada del personal británico en los puertos del norte la realicen las propias autoridades británicas…” pero de nuevo advierte “…siempre que exista reciprocidad…”. Tragando grueso, presumimos, Churchill comenta, tanto al Presidente Roosevelt como a su Gabinete de Guerra:

“Acabo de recibir un telegrama de Stalin que no me parece exactamente lo que uno podría esperar de un caballero por cuyo bien tenemos que hacer un esfuerzo tan incómodo, tan extremo y tan costoso (…) Pienso, o al menos espero, que este mensaje venga de la maquinaria más que de Stalin ya que tardaron doce días en su elaboración. La maquinaria soviética está bastante convencida de que pueden conseguirlo todo con bravuconadas y estoy seguro de que es importante demostrarles que no siempre es así.”[6]  
Churchill muestra su molestia por un texto que considera ofensivo, pero le otorga el beneficio de la duda a la autoría de Stalin: “(…) Pienso, o al menos espero, que este mensaje venga de la maquinaria más que de Stalin…”  Y agrega un acto de habla que consideramos medular para este artículo: “La maquinaria soviética está bastante convencida de que pueden conseguirlo todo con bravuconadas”. Este acto de habla sugiere que no es nueva la “bravuconada” como estrategia discursiva (y de acción) en las gestiones de lo que el Primer Ministro define como la “maquinaria soviética”. El asunto estriba en demostrar si se trata de un “repertorio burocrático” (Allison) propio de toda estructura de tal naturaleza o si se trata de un “repertorio propio de la burocracia marxista” en tanto el fondo confrontacional que la agitación supone. Lo que sí parece colegible es que “la bravuconada es propia de la maquinaria burocrática soviética como estrategia para obtener resultados” según se deduce del juicio de valor del propio Churchill. Veamos las consecuencias para los rusos.

A resultas de este telegrama, el Primer Ministro solicita al Gabinete de Guerra se suspenda el envío de convoyes a Stalin por la ruta del norte, petición que es no solo concedida sino respaldada por el cuerpo ministerial, sobre todo al conocer el contenido del telegrama. Seis días más tarde, Churchill convoca al nuevo embajador ruso en Londres, Gúsev y le hace saber que ha recibido un sobre de esa legación, que en apariencia contiene un documento relativo al plan de recepción de los convoyes. Gúsev así lo ratifica y sin abrirlo, el Primer Ministro le comunica “no estar preparado para recibirlo”, se pone de pie, se dirige a la puerta de su despacho y abriéndola para que el diplomático la abandone, le agradece su presencia. Gúsev sorprendido no sabe qué hacer; intenta regresar el sobre al Primer Ministro y este, elegantemente, se niega de nuevo a recibirlo. Previamente le ha hecho saber que Sir Anthony Eden, Ministro de Asuntos Exteriores de la Gran Bretaña, tratará directamente en Moscú y con el Ministro Mólotov la marcha futura de la ayuda inglesa al esfuerzo de guerra ruso. Sobre estas gestiones, Churchill acota:

“El diecinueve de octubre Eden, a su llegada allí para una conferencia planeada hacía tiempo entre los ministros de Asuntos Exteriores de los tres grandes aliados, telegrafió que Mólotov había ido a verlo a la embajada y le había dicho lo mucho que su gobierno valoraba los convoyes y la tristeza que le producía su ausencia (…) Mólotov prometió hablar con Stalin de todo esto y organizar una entrevista.”[7]

Este testimonio de Churchill, basado en la comunicación de Eden, permite entrever que la estrategia de la “bravuconada marxista” está cediendo. Mólotov le ofrece “…hablar con Stalin y organizar una entrevista”. Finalmente, la entrevista se realiza el 21 de octubre de 1943 y para “dramatizar” un poco más el ambiente, Churchill, a sugerencia de Eden, previamente ha suspendido el envío de los destructores a la ruta, operación naval que debía preceder a los convoyes. Finalmente, se logra un acuerdo satisfactorio a las partes, en atención a las aspiraciones mutuas y se reanuda el envío de los suministros. La estrategia de la “bravuconada marxista” no le funcionó esta vez a los rusos, imponiéndose “la tradicional flema inglesa”.

La declinación de Mólotov, independientemente de tratarse de los esfuerzos de guerra, que suponían la vida o la muerte de la “Madre  Patria Rusa”, permite colegir que el tono bravucón era propio de una forma de negociación tradicional en la burocracia rusa, acaso por derivación natural del discurso marxista de la agitación. De cualquier manera, no funcionó con Churchill. Como punto final de este largo artículo, dejemos como epílogo el testimonio concluyente del Primer Ministro británico respecto de todo este asunto:

“Los cuarenta convoyes a Rusia transportaron una cantidad inmensa de material por un valor de 428 millones de libras que incluía cinco mil carros de combate y más de siete mil aviones, solo de Gran Bretaña. De este modo cumplimos nuestra promesa, a pesar de las duras palabras de los líderes soviéticos y de la actitud desagradable que tuvieron con nuestros marinos.”[8]


[1] Churchill, Winston, La segunda guerra mundial. LA ESFERA DE LOS LIBROS. Madrid, 2006. Págs.443 y 444.
[2] Churchill…Op.Cit…Págs. 444 y 4445.
[3] Churchill…Idem…Pág. 446.
[4] Churchill…Ibid…Pág.446
[5] Churchill…Ibid…Pág.447
[6] Churchill…Ibid…Pág. 448. (Las negrillas son nuestras)
[7] Churchill…Idem…Pág. 449. (Las negrillas son nuestras).
[8] Churchill…Ibíd…Pág.453.

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